Varios familiares muestran su respeto a los muertos en el cementerio del campo de refugiados de Yenín, que lo han tenido que ampliar en los últimos años ante el aumento de los muertos en enfretamientos armados con Israel. | Sara Gómez Armas

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El cementerio del campo de refugiados de Yenín, ciudad palestina al norte de Cisjordania, se ha quedado pequeño para tantos muertos. La ampliación construida hace unos meses ya se ha llenado de tumbas de «mártires» cada vez más jóvenes, casi cuarenta este año, para los que tomar las armas contra la ocupación de Israel es la única salida en ese lugar marcado por la violencia y la falta de oportunidades. Entre el tumulto de lápidas de piedra blanca talladas en árabe, donde se lee que la mayoría de muertos nació en el siglo XXI, los muros del camposanto están forrados con pósters y fotos de jóvenes palestinos, muchos sonrientes empuñando sus fusiles, que dejaron este mundo en choques con el Ejército israelí.

«Mártires» para sus compatriotas y «terroristas» en Israel, que ve Yenín como el mayor foco de terrorismo en la zona y concentra ahí la mayoría de sus redadas en Cisjordania ocupada, en ese campamento de un kilómetro cuadrado de extensión. «Aquí todos los hogares tienen varios mártires, o al menos un mártir y un preso o un herido. Muchos se unen a las milicias por venganza familiar», afirmó a EFE Mohamed Abu Kandeel, joven de 26 años que en 2018 resultó herido y prisionero durante dos años en detención administrativa -sin juicio ni cargos-. Ahora colabora en el comité de residentes del campo, que alberga a unos 20.000 palestinos, todos refugiados procedentes de territorios tomados por Israel en 1948, y donde más de la mitad son menores de edad.

Con cinco «mártires» en su familia y en su condición de exprisionero, Kandeel sabe que sus posibilidades de obtener un permiso de trabajo en Israel son nulas, mientras el paro en el campamento supera el 70 %. Otro motivo por el que muchos de sus conocidos también optan las milicias, que ahora, desde que la situación económica del campo es insostenible, ofrecen un sueldo a quienes engrosan sus filas: «Pagan 1.000 shékels (260 euros) por militante, 1.500 (400 euros) si tienes familia, y 2.000 (520 euros) si eres muy activo, o al menos eso cuentan en la calle», explica el joven.

Las milicias vinculadas a Hamás y la Yihad Islámica tienen mucha fuerza en ese reducto de Cisjordania, convertido en bastión del movimiento miliciano desde la Segunda Intifada, pero a raíz de la escalada de violencia que comenzó hace año y medio, todos los grupos armados -islamistas y seculares- se han unido en la Brigada de Yenín para combatir a Israel. Yenín es el escenario de la mayoría de enfrentamientos armados con tropas israelíes en toda Cisjordania ocupada, que cerró 2022 como el año más violento desde 2006 con más de 170 muertos.

Pero 2023 se anuncia peor, con 88 muertos palestinos hasta ahora y casi la mitad son del campamento. Además 15 han muerto en Israel víctimas de ataques. Pero la violencia no es nueva en Yenín, donde el trauma de 2002 sigue vívido. Tropas israelíes invadieron el campo y se desató una auténtica batalla de tres semanas con las milicias, el episodio más letal de la Segunda Intifada (2000-2005), que dejó medio centenar de muertos palestinos, entre civiles y combatientes, y 20 soldaos israelíes. «Hubo niños que fueron testigos de cómo los soldados entraban a sus casas y mataban a sangre fría a sus padres. Los que vivieron eso con 5 años, hoy tienen 25 y son los que han tomado las riendas para resistir con las armas la ocupación israelí», relata Farha Abu Alhaija, coordinadora del comité de residentes del campo.

Los muertos no caben en el campo de refugiados de Yenín
Viuda e hijas de Jawad Bouaqneh, profesor de 47 años asesinado por un francotirador israelí en la puerta de su casa el pasado 19 de enero. Foto: Sara Gómez Armas

Pero Farha insiste en que la situación ahora es mucho peor que en 2002. «Entonces los vimos venir, cercaron el campo y nos preparamos para luchar. Ahora no vemos el final, en el último año y medio han hecho redadas aquí todas las semanas, e veces diariamente. No sabemos cuándo pueden entrar ni a cuánta gente matar». «Vivimos en pánico constante, en una situación de emergencia», matiza Farha sobre la vida con el zumbido constante de un dron de vigilancia; con las sirenas sonando casi a diario cuando se acercan las tropas; y enterrando cadáveres cada semana. Para ella, en el campo de Yenín no hay futuro para nadie.

«Nuestro único porvenir es ser los próximos mártires», asegura desesperanzada. Eso le ocurrió a Jawad Bouaqneh, un profesor de 57 años que nunca empuñó un arma, abatido por un francotirador cuando salió a auxiliar a un miliciano herido el pasado 19 de enero, en la misma puerta de su casa, donde hoy hay un altar con flores en su honor. «Escuchamos los disparos y gritos, era el miliciano pidiendo auxilio. Bajé con mi padre, el miliciano señaló el edificio desde donde le dispararon y en ese momento mi padre cayó desplomado, muriendo en el acto con dos balas en la cabeza», relata su hija Alaa, testigo de su muerte. Cuando murió llevaba una camiseta blanca con la palabra «paz» en la espalda, que quedó bañada en sangre, lo que según su hija, es una metáfora del futuro de los residentes del campo de Yenín.