Blindado ruso calcinado en una zona liberada por los ucranianos. | Gervasio Sánchez

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Supera los cincuenta años, es centroeuropeo y llegó en febrero, al inicio de la guerra, con su coche cargado de ayuda humanitaria. Después de varios viajes de ida y vuelta de 5.000 kilómetros entre Varsovia y las ciudades al este de Ucrania más golpeadas por los incesantes bombardeos rusos y varios incidentes armados, incluido un ataque de francotiradores que provocó la inutilización de su coche, decidió incorporarse a la Legión Internacional de Defensa Territorial de Ucrania. Esta fue la razón principal tal como explica en un restaurante turco de comida rápida en Járkiv: «Era desesperante ver a niños y mujeres huyendo a temperaturas de muchos grados bajo cero. Lo pasé muy mal, llore mucho y sentí que era lo único que podría hacer después de ver las brutalidades de los rusos».

En 2014, al inicio de las hostilidades en Donbás, el gobierno ucraniano hizo un llamamiento internacional para reclutar batallones de voluntarios extranjeros, pero ha sido en este año, dos semanas después del inicio de la invasión y tras un llamado del presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, cuando se presentaron unos 20.000 voluntarios, algunos de ellos experimentados combatientes a esta especie de Brigadas Internacionales, según informó el ministro de Relaciones de Ucrania, Dmytro Kuleba. Este voluntario centroeuropeo, en cambio, carecía de cualquier experiencia bélica y fue enviado a una unidad desplegada en el frente, a más de 150 kilómetros al sudeste de Járkiv. «Mi jefe, de mi misma nacionalidad, me ordenó prepararme físicamente. Le dije que a mi edad no lo necesitaba. Me obligó a recoger munición para mi AK47, el mejor fúsil para combatir en condiciones extremas, cargarme una mochila de 25 kilos y recorrer seis kilómetros a su ritmo», recuerda mientras saborea un shawarma de pollo.

Exhibición de blindados y carros de combate rusos destruidos por las tropas ucranianas.

Acabó muerto de cansancio y protestó, pero su superior le ordenó que estuviera preparado de nuevo a las seis de la mañana del día siguiente. «Si quieres pertenecer a esta unidad tienes que estar preparado las 24 horas de cada día», me dijo y «empecé a entender lo que eso significaba el día que tuvimos que andar 15 kilómetros con todos los pertrechos porque nuestros blindados no vinieron a buscarnos». Acepta hablar con los dos periodistas durante uno de sus dos días de descanso que tiene al mes antes de regresar al frente. La unidad, una brigada formada por tres batallones Alfa, Beta y Charlie, el suyo, está dirigida por mandos ucranianos, pero los jefes intermedios son extranjeros. Cerca de su acuartelamiento hay un hospital militar de campaña secreto. Por eso nos pide que no demos localizaciones ni tampoco lo identifiquemos ni por su nombre ni por su nacionalidad.

En su unidad hay voluntarios de diferentes nacionalidades entre los que destacan franceses, británicos, centroeuropeos, 15 colombianos, un peruano y dos españoles. Se presentaron tres estadounidenses voluntarios, pero no aguantaron ni una semana. «Habían combatido en misiones en Afganistán e Irak, pero nos aseguraron que en dos días de combate en Ucrania habían disparado más que en varios meses en los países asiáticos», asegura. «Me llaman abuelo por mi edad cuando ni siquiera lo soy en la vida civil porque mi hija es una adolescente», cuenta, y la llama «mi princesa», emocionado. «Hace un par de días le rompió la nariz a un compañero de clase por decirle que su padre era un mercenario. Estamos intentando que no la expulsen del colegio privado donde estudia», explica con cierto sentimiento de orgullo.

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Recuerda un joven de 20 años entusiasmado por llegar al frente. «Lo intentamos convencer de que era muy joven y sin experiencia, pero insistió tanto que al final fue trasladado a la primera línea de combate. No hacía ni diez minutos que había descendido de su blindado cuando estalló un proyectil de mortero y perdió una pierna. Una gran pena», cuenta. La primera vez que mataron a uno de sus compañeros «estuve llorando durante un buen rato». Con el paso de los meses la muerte se ha vuelto habitual y «te acabas convirtiendo en una piedra». Durante la contraofensiva de los dos últimos meses el número de muertos y heridos se ha disparado y dos de los batallones que forman su brigada «han sido seriamente diezmados».

Exhibición de blindados y carros de combate rusos destruidos por las tropas ucranianas.

Asegura que no está por dinero porque en su trabajo habitual gana más que en Ucrania. El salario mensual de un voluntario de su unidad varía entre 120.000 y 140.000 grivnas, entre 3.100 euros y 3.500 euros. La contraofensiva ucraniana fue muy rápida durante el final del verano y el principio del otoño. En pocas semanas el ejército ucraniano expulsó a los ocupantes rusos de centenares de kilómetros cuadrados, pero el avance se ha estancado en cuanto ha empezado a llover y embarrarse el terreno.

«Creo que ambos ejércitos van a fortificar sus posiciones durante el invierno y las operaciones se van a ralentizar hasta febrero o marzo por culpa del frío. Sólo habrá intensos duelos de artillería», afirma. Tendrán que cubrirse bien en las trincheras porque los rusos están utilizando todos los días proyectiles de gran calibre. «Descansaremos en la retaguardia, pero este impase es malo para Ucrania ahora que el avance militar estaba siendo muy rápido», dice. Afirma que los soldados rusos no tienen la misma moral de combate que los ucranianos que «defienden su patria, luchan por su familia y sus ancestros y están motivados para resistir». Los rusos se están encontrando un nuevo Afganistán como en 1979. «Los afganos pertenecían a tribus que podían vivir en cuevas, pero no estaban dispuestos a aceptar la invasión de nadie», recuerda.

Exhibición de blindados y carros de combate rusos destruidos por las tropas ucranianas.

Los reclutas rusos no quieren luchar en la primera línea de combate. «Sólo las unidades ideologizadas o formadas por mercenarios como el grupo Wagner (creado en 2014) mantienen la fortaleza en los frentes de combate de algunas áreas», explica este voluntario. «Envolvimos a un grupo de soldados rusos y los hicimos prisioneros prácticamente sin combatir. Ni siquiera tenían las armas a mano cuando yo siempre duermo como si fusil fuese mi mujer», explica. Pertenecían a la minoría mongol buriat y habían sido reclutados con la promesa de que se les facilitaría luz y agua a sus aldeas. «Estaban impresionados con las casas de las aldeas ucranianas. Pensaban que pertenecían a familias muy ricas porque tenían un baño interior y un grifo de agua. Incluso creían que un grupo de treinta casas era una ciudad», recuerda. El Kremlin ha reclutado a miles de soldados entre la población vulnerable de zonas paupérrimas situadas a miles de kilómetros de Moscú, alejadas de los centros urbanos donde existe más oposición a la guerra.

La primera línea es bombardeada con gran intensidad por los rusos con el sistema múltiple de cohetes Grad (Granizo), transportados en camiones y con gran movilidad, misiles Kalibr (Calibre), de alta precisión y alcance, «los más dañinos», según este combatiente, o bombas de fósforo blanco que actúan como una lluvia de plumas de fuego y densa cortina de humo que arrasa amplias zonas. «Si este tipo de bombas cae lejos no es peligroso, pero si estalla a cincuenta metros debes tener todo el cuerpo protegido y tapado y humedecida toda la zona de la boca y la nariz para evitar sus quemaduras», explica. Lo peor son los drones que filman objetivos que atacar y envían la información en tiempo real. Vuelan bajo y pueden engañar a los radares. Pero son lentos y pueden ser derribados «aunque si les disparas automáticamente conocen tu posición y la bombardean con cohetes. Lo mejor es esconderse para que no te detecten».