Bika Adanmovich, fotografiada en una plaza de Kiev ante carros de combate rusos destruidos en el campo de batalla. | Gervasio Sánchez

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A veces una traductora es más que una traductora. En principio se la contrata para que te resuelva profesional y responsablemente todos los obstáculos que provocan el desconocimiento de un idioma. Cuanto mejor conozca tu idioma mejor será la intermediación y, por lo tanto, mejor tu entendimiento de lo que ocurre. Es entonces cuando te acercas a la felicidad periodística porque no hay nada peor que perderte entre las tinieblas de un habla incomprensible cuando estás en un país en guerra.

Un amigo me recomendó a Bika (diminutivo de Victoriia con dos íes como consta en su carnet de identidad) Adamovich, graduada en filología hispánica, traducción e interpretación. Quedé a las ocho de la mañana y llegó diez minutos antes. Si hay algo que respeto es la puntualidad y diez minutos de adelanto puede ser todo un mundo y depararte alguna sorpresa.

A mí me fueron suficientes para darme cuenta de que la primera historia de esta cobertura sería un retrato o un perfil sobre ella. Tras nueve horas de su compañía podría escribir un gran reportaje y, en un mes, hasta un libro porque su vida ha sido, es y seguirá siendo muy interesante. Y sólo es una jovencita de 25 años.

De hecho tiene dos familias, una ucraniana formada por su madre Valentina, su hermana Alejandra de 16 años y un padrastro, y otra en Tolosa, un matrimonio con tres hijos a los que trata como si fueran padres y hermanos. Nacida en Ivankiv, cerca de la frontera de Bielorrusa y a treinta kilómetros de la central nuclear de Chernobyl, afectada por una catástrofe nuclear en 1986, ocurrida once años antes de su nacimiento, fue elegida en 2006 por la Asociación (Elkartea) CHERNOBIL para pasar dos meses y medio en el País Vasco con una familia tolosana.

Esta organización independiente económica e ideológicamente, sin ánimo de lucro y compuesta por un grupo de personas sensibilizadas con el desastre de la central nuclear de Chernobil, «proporciona ayuda humanitaria a menores de ambos sexos, víctimas de ese desastre nuclear y demás catástrofes producidas ya sea por medios naturales o por la intervención humana».

La peculiar forma de seleccionar a los menores para los programas de acogimiento incluía una entrevista sobre el terreno y, al parecer, la pequeña Bika encandiló a los miembros de la ONG. «De hecho yo sustituí a otra niña que no pudo viajar por problemas de salud. Casualmente, una de las personas seleccionadoras era vecina de mi abuela. Mi madre pensó que era una gran oportunidad para mí y aceptó que viajase al País Vasco», recuerda la traductora sobre aquel viaje que supuso su inmersión en un mundo muy diferente al suyo en tiempos económicos muy convulsos en Ucrania.

Muchos años después, Feli su madre de acogida, le contó que poco antes de conocerla tuvo un sueño: en medio de un edificio que no conocía aparecía una niña rubia de espaldas. Resulto que el edificio soñado era similar a la sede de Asociación Chernobil en San Sebastián y la rubia Bika se convirtió en la protagonista real de una familia bilingüe formada también por Patxi y los hijos de ambos nacidos entre 1980 y 1984, Naia, Jon Ander y Alain. Bika regresó dos veranos más a Tolosa y en el del 2008 pasó varios días en Zaragoza visitando la Exposición Internacional. La relación sigue siendo tan intensa que ella habla siempre de «mis padres y mis hermanos tolosanos», que vinieron sorpresivamente a Kiev a su graduación en 2018.

Aunque la guerra empezó en el este de Ucrania en 2014 y a partir de febrero de este año se intensificaron los combates en amplias zonas, Bika asegura que el 10 de octubre fue el primer día que corrió aterrada a un refugio acompañada de su gato y su ordenador. «Los ataques con misiles y drones se intensificaron aquel día. El cielo se llenó de explosiones al ser interceptados algunos proyectiles por la defensa antimisiles ucraniana. Todo el mundo corría horrorizado y había humaredas de polvo por todas partes. Cuando todo parecía más silencioso escuchamos un ruido que nos pareció ensordecedor hasta que nos dimos cuenta de que el camión de la basura hacía su trabajo».

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Le pregunto a qué se parece el ruido de las explosiones y me responde con un tono guasón: «Voy a odiar toda mi vida los fuegos artificiales, el petardeo de las motos, los golpes secos de las hojas de la puerta al chocar sin frenado con el cierre de mi casa y, sobre todo, el ruidoso paso de los basureros». La niña Bika se divirtió en Tolosa y la adolescente salió a la calle liderando a su clase del instituto con una bandera ucraniana el 2 de diciembre de 2013, menos de dos semanas después de que empezara la revolución ucraniana de la plaza Maidán, y apenas tres días después de que las fuerzas especiales de la policía disparasen contra los manifestantes.

«Alguien se chivó y la profesora quería prohibirnos salir de clase. Pero mi madre, también profesora del instituto, nos enseñó otra salida porque estaba de acuerdo conmigo y nos manifestamos al grito de «Fuera Rusia, queremos pertenecer a Europa», recuerda entusiasmada. Al regresar a clase todos los alumnos fueron obligados a escribir una carta de arrepentimiento. La suya fue muy locuaz: «Queríamos ser parte de una manifestación de la nación ucraniana que desea poner fin a un gobierno dirigido por un presidente pro ruso».

Aunque su lengua vernácula es el ucraniano admite que conoce mejor el ruso porque «aprendes mejor la gramática de otro idioma que el tuyo propio». Admite que sólo le quedan dos amigas rusas de Moscú y San Petersburgo aunque ambas ya no viven en Rusia. Con una tercera perdió toda relación. Cuando la Unión Europea empezó a recortar los visados a los rusos, su amiga se lo recriminó. «No puedo ir de vacaciones a Noruega por culpa del maldito Zelenski (presidente de Ucrania)», le dijo en un mensaje de Telegram. «Nos están bombardeando y tú solo te preocupas de tus vacaciones», le contestó. Rompió con ella cuando cambió la foto de su perfil por una bandera roja soviética con la hoz y el martillo.

Recuerda que hace tres décadas durante las guerras de los Balcanes, los ciudadanos podían ser manipulados en un país dictatorial y víctimas de la propaganda. Pero muchos buscaban información imparcial. «Hoy todo es más fácil. Cualquier persona puede acceder a información independiente y buscar testimonios que cuestionen la propaganda y te permitan entender mejor lo que ocurre. Sino lo haces es porque no te interesa», reflexiona

Con su preparación Bika lo tendría fácil para irse y lo podría justificar con suma facilidad Al ser mujer no hay limitación de edad como pasa con los varones, impedidos de abandonar el país entre 18 y 60 años y registrados en las oficinas de reclutamiento de las Fuerzas Armadas. Se arriesgan a una sanción penal que puede acarrear la pena de muerte ante una Corte marcial sino acuden a la llamada a filas.

«Nunca me iré sin mi madre y mi hermana. Podría irme a España pero me sentiría mal al no poder ayudarles a miles de kilómetros si la situación se tuerce. No podría llegar en unas horas como antes. En la mejor de las situaciones tardaría 36 horas en viajar en aviones y trenes», afirma sin dudarlo. Confiesa que su familia de Tolosa no entiende por qué sigue aquí y por qué su madre se quiere quedar. A veces recibe llamadas surrealistas de su madre: «Bika, han lanzado misiles desde la frontera de Bielorrusia y van en dirección a Kiev. Busca un refugio y escóndete. A ellos no les interesa este pueblecito sino la capital estatal».

Admite que vive permanentemente en una especie de ola emocional. Puede llorar viendo un documental y luego no inmutarse ante un testimonio desolador. «He decidido no escribir un diario a pesar de que me gustaría escribir un libro de ficción. Prefiero que la memoria borre sistemáticamente lo que no quiero recordar. Que sólo quede lo bueno de este tiempo violento», reflexiona.

Tampoco quiere hacer planes. «No quiero ser madre porque no estoy preparada. Tengo un gato que es como cuidar de un hijo al que hay que darle de comer y sacarlo a pasear», explica. No quiere ser optimista sobre el futuro para no defraudarse. Tiene claro que la guerra no acabará este año.

Sus sensaciones son, en realidad, muy negativas. «Este conflicto no finalizará en Ucrania aunque nuestro país gane o pierda. Me asusta la posibilidad de un ataque nuclear por parte de una persona instalada en el poder absoluto en Rusia», admite. Y abré su bolso y me enseña una tableta de pastillas: «Hace un mes las compré antes de que se agotasen y voy con ellas a todas partes. Son de yoduro de potasio, una sal que se usa cuando te expones a la radiación». Me mira y ambos nos callamos durante unos minutos después de nueve horas de conocernos.