Combatientes talibán en una de las regiones del país tras el proclamamiento del fin de la guerra. | Reuters

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Su nombre no produce una reacción positiva en Occidente. Los talibán han regresado de forma sorpresiva para algunos a la actualidad en este mes de agosto, cuando parecía ya lejano el recuerdo del terror que causaron a comienzos de siglo. Para buena parte de la opinión pública europea su guerra era casi un tema enterrado. La toma de Kabul, culminando una operación relámpago que ha mostrado la incapacidad por contener una ola masiva sin precedentes, obliga a ponernos en guardia y reclama la atención para un lugar en el cual los combates no han cesado en las últimas décadas.

El mundo mira en vilo a Afganistán ante el ascenso del fundamentalismo de los talibán, un término que proviene del pastún y se traduce literalmente como «estudiantes», aunque su plural se transfiere del árabe en un sentido más específico como «estudiante religioso», «novicio» o «seminarista». No es de extrañar esta connotación pues su popularidad se trama directamente desde las madrasas fundamentalistas instaladas en amplias zonas de Afganistán y Pakistán. Allí se enseñan los preceptos que rigen su mundo y que refuerzan el apoyo total de los militantes a la causa, incluso a riesgo de perder la vida.

Los viejos talibán son una de las consecuencias del intento de invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética. Los veteranos de esa contienda iniciada al principio del último tercio del siglo XX entraron en confrontación con otros grupos muyahidines, unas veces enfrentados por el posicionamiento religioso y otras más bien por el dominio del terreno, y paulatinamente afianzaron su dominio a base de sangre y dolor.

Su fuerte enraizamiento en zonas rurales y un avance sostenido en las urbes culminó en una toma por las armas del país, y en 1996 establecieron un régimen con el objetivo de combatir el «libertinaje» considerado habitual y modo de vida establecido en las sociedades occidentales, que son vistas como su principal antagonista.

Hasta su derrocamiento en 2001 los talibán establecieron fuertes sistemas de control entre la población a través de un régimen punitivo muy severo, inspirado en la interpretación más extremista de la Sharia, la ley islámica, especialmente lesiva para las mujeres y las minorías.

Numerosos agentes internacionales denunciaron en múltiples ocasiones su nulo respeto por los derechos humanos en todos los ámbitos de la vida civil y social. Incluso atentaron y demolieron los Budas de Bāmiyān, un valle epicentro del patrimonio histórico que para muchos vuelve a estar en peligro en 2021 con su regreso al poder.

Su apoyo a acciones terroristas, principalmente con los atentados del 11S contra las Torres Gemelas y el Pentágono, fue la razón esgrimida por Estados Unidos y sus socios para llevar nuevamente el conflicto bélico a Afganistán, persiguiendo a los principales líderes del movimiento como responsables directos o indirectos de aquellos hechos.

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La acción militar, primero de Estados Unidos y sus aliados y después a través de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF) dirigida por la OTAN, los arrinconó en sus feudos más inaccesibles. A pesar de ello el nuevo ejecutivo en Kabul tendría enormes dificultades desde el principio por dar estabilidad a un Estado cuasi fallido, mientras el descontento calaba en amplios espectros de la sociedad afgana, amenazada, coartada y esquilmada por la falta de oportunidades.

No se dieron por vencidos y desde su exilio siguieron adoctrinando a sus miembros y rearmándose, desde 2002. Los talibán han esperado casi veinte años para llegar al momento actual. De la guerra de guerrillas en las montañas escarpadas a gobernar un país lleno de complejidad de 38 millones de habitantes.

Es cierto que los primeros talibán encontraron poco apoyo en la esfera internacional. Tan solo mantenían relaciones relativamente normales con Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, aunque Turquía se erigió en algún momento como interlocutor con los extremistas, dada su vinculación como territorio de frontera. Por su parte sus herederos no han tardado en mostrar en público su predisposición a cooperar con Ankara, ensalzando los nexos y minimizando las diferencias.

Los nuevos talibán, surgidos con una fuerza fulgurante tras la retirada de las tropas de Estados Unidos y sus socios este mismo 2021, mantienen las apariencias tras ascender al poder de un modo más pacífico de lo esperado. Sin embargo ya constan algunas desapariciones y detenciones, y las escenas de desesperación en el aeropuerto de Kabul han estremecido a todo el mundo.

El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha lamentado que los afganos se retiraran tan pronto de la contienda, que su gobierno se refugiara en un país vecino cuando la tropa de miles de talibán se cernía sobre las principales capitales. Afirmó que ellos no librarían una contienda que los mismos afganos han rechazado antes de plantearse.

En los últimos estertores de la presencia norteamericana en Afganistán se percibía un amplio consenso en una sociedad muy cansada de la guerra. El Mulá Abdul Ghani Baradar, quien anunció triunfante el fin de las décadas violentas, se erige como su líder. Capturado por Estados Unidos y las fuerzas pakistaníes poco después de confirmarse su preponderancia en la estructura, en 2010, fue liberado en 2018 por las autoridades locales como un gesto en el infructuoso «proceso de paz».

Entre los puntos que quedan por ver está el papel que tienen pensado jugar en el tablero de la convulsa región las otras principales superpotencias, China y Rusia. Tal vez su postura condicione de algún modo el comportamiento de los nuevos talibán, a los que no se les presume de momento una estima mayor por los derechos humanos que la de sus antecesores.