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La televisión francesa entrevistó estos días a un compatriota que vive en Malmo, Suecia. El joven se había quedado sin trabajo pero consiguió un empleo en la vecina Copenhague, Dinamarca. Ahora viaja diariamente en uno de los trenes que enlazan las dos ciudades cada media hora. La entrevista, que pretendía explicar cómo se convive con el virus en Escandinavia, tuvo lugar a bordo del tren. En un momento dado, el chico le pide perdón al periodista y al camarógrafo, se saca del bolsillo una mascarilla y se la pone. Y explica que en Suecia no es necesaria pero en Dinamarca, cuya frontera el tren acaba de cruzar, sí, y por ello la policía aplica sanciones.

Un año después, en Suecia sigue sin ser obligatorio usar la mascarilla, salvo en determinadas situaciones. Un año después, en Suecia, los bares y restaurantes siguen abiertos, aunque con algunas limitaciones especialmente en el uso de la barra. Y, un año después, siguen sin saber qué es un confinamiento, un toque de queda o cualquier otra medida de este nivel.

Suecia sufrió dos grandes olas de coronavirus: la primera en el mes de abril del año pasado y la segunda en torno al día de Reyes de este año. Los datos de contagios, con algo más de medio millón de casos, así como los de mortalidad, con casi trece mil decesos, son estadísticamente comparables con el resto de Europa. Es decir: no se aplican medidas restrictivas de ningún tipo y, sin embargo, no están peor que España, Italia, Francia o el Reino Unido. Sí están bastante peor que sus vecinos noruegos o fineses, cuyas medidas de control del virus son comparables a las nuestras. Por las pocas restricciones aplicadas, Suecia es el país europeo cuya economía ha sufrido menos, con una contracción de apenas el 2,8 por ciento.

Yo recordaba que al principio de la pandemia, Suecia efectivamente había sorprendido al mundo al defender la laxitud en el control de la enfermedad. Pero, como los medios de comunicación han dejado de hablar del caso, creí que finalmente se habían adherido a las prácticas del resto de Europa.

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Anders Tegnell, el director de la Agencia Sueca de la Salud, un funcionario no político, argumenta en el mismo reportaje que el secreto de la actitud sueca es explicar a la sociedad cómo se contagia el virus y esperar que los ciudadanos actúen responsablemente. Piensan en Suecia que no es útil ordenar distanciarse de los demás, no comer en un restaurante muy cerca de otros, o que no se vaya a un supermercado cuando hay aglomeraciones; creen que es mejor que cada uno actúe responsablemente. Todas las medidas, pues, son voluntarias y discrecionales.

De la postura sueca emergen dudas muy simples: nosotros en Baleares ahora vamos a permitir que los bares y restaurantes abran hasta las cinco, como si antes de esa hora el virus fuera inocuo y a partir de ese momento se convirtiera en peligroso; lógicamente sería mucho mejor que cada uno ejerciera control de sus conductas las veinticuatro horas en lugar de aplicar estas medidas horarias, que trasmiten una sensación errónea. ¿Por qué dejamos abrir un bar cuando la Isla tiene cien casos por cien mil habitantes y no con quinientos casos? El riesgo de volver a la situación anterior es inevitable. Incluso, si fuera verdad que el confinamiento es útil, ¿tiene sentido que ahora echemos por la borda el esfuerzo hecho? Esos cien contagios que aún tenemos son suficientes para devolvernos al caos que vivíamos hace un mes. ¿O no?

A mí, la experiencia sueca me genera más preguntas que respuestas: ¿por qué sin restricciones tienen los mismos casos que nosotros? ¿Por qué las eclosiones de casos en Suecia, como las de estas fiestas navideñas, terminan por controlarse solas, sin aplicar restricciones? ¿Puede eso querer decir que aquí hubiera ocurrido lo mismo?

Si no estuviéramos hablando de un país serio, cuya información es absolutamente fiable, estas dudas no tendrían sentido; pero hablamos de Suecia, cuya información es impecable, cuyos científicos tienen una formación y experiencia que ya nos gustaría para los nuestros, y que da la casualidad que es el único sistema sanitario en manos profesionales no políticas.

Cierto que en Suecia hay críticos de esta política sanitaria, pero también es cierto que los suecos siguen creyendo en sus autoridades, que Tegnell sigue en el cargo, que el apoyo al gobierno y a la Agencia de la Salud siguen siendo elevados. Me da la impresión de que ante esta epidemia hay más de una verdad y no me estoy refiriendo a lo que pasa en Extremo Oriente.