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Pasaban unos minutos de las 18:00 horas del lunes 24 de marzo de 1980, cuando el arzobispo salvadoreño Óscar Romero celebraba misa y ofrecía «este cuerpo sacrificado y esta sangre inmolada por los hombres...», momento en que una bala calibre .22 le perforó el pecho.

Diferentes sectores de la sociedad dicen que esa noche se «instaló el terror» en El Salvador.

El día anterior a su asesinato, Romero ordenó al ejército salvadoreño cesar la represión, los conminó a callar los fusiles y a no asesinar a «sus mismos hermanos» campesinos.

Un mes atrás, una publicación en un periódico local rezaba que era conveniente que los militares empezaran a «aceitar sus fusiles» por las amenazas comunistas que acechaban al país.

La publicación pagada fue un heraldo de lo que sucedería tras el asesinato del prelado católico, porque los fusiles seguirían trabajando a marcha forzada, lubricados con la sangre del arzobispo, y solo pararían 12 años y 75.000 muertos después.

El entonces vicario general de la Iglesia salvadoreña, monseñor Ricardo Urioste, fue el primero en hablar con la prensa en el lugar del crimen y en denunciar la «gracia negra» de quienes celebraban el «holocausto» de Romero.

«Todo el pueblo bueno de El Salvador está de luto, hay quienes no lo están, sino que están de gozo, eso es una gracia negra, ese es el pecado mayor que en este país se ha cometido», lamentaba el presbítero.

Treinta y cinco años después, Urioste cuenta que las amenazas contra Romero se iniciaron «un año antes».

«Las amenazas duraron bastante tiempo; él recibía amenazas por teléfono, escritas, (eran) amenazas de todo género, por lo menos un año antes de su muerte comenzaron esas amenazas», señala el clérigo.

El día que asesinaron a Romero «empezó como un día normal de trabajo», cuenta Urioste.

«Él tenia un reunión en la playa de La Libertad (centro) con un grupo de sacerdotes del Opus Dei», explica.

Por su parte, monseñor Jesús Delgado, secretario particular y biógrafo de Romero, expone en su biografía, que esa mañana «amena» en una charla amigable con las monjas del hospital para enfermos de cáncer, donde vivió y fue asesinado, les dijo que «a donde yo voy, ustedes no pueden ir».

Al regresar de la costa salvadoreña, Romero se dirigió hacia la localidad de Santa Tecla (centro) en busca de su sacerdote confesor, el padre Segundo Ascue.

«Vengo padre, porque quiero estar limpio delante de Dios», dijo a Ascue, según relata Delgado en su libro. Luego se dirigió a la capilla donde sería asesinado.

Cuando Romero visitaba Santa Tecla, acostumbraba encontrarse con sus amigas Leonor y Elvira Chacón, dos hermanas a la imagen de la María y Marta bíblicas; esa noche lo esperaron, pero solo recibieron una llamada que anunció el luto.

«Le preparamos la mesa, la silla, el mantel, esperándolo estábamos cuando a las 6:30 de la noche hablaron por teléfono y nos dijeron que lo acababan de matar, para nosotros fue un golpe terrible», cuenta Leonor Chacón a Efe.

Agrega que «si hubiera venido, iba hacer la última comida con nosotros, la última cena».

Minutos antes, un volkswagen rojo de cuatro puertas se había detenido frente a la capilla del hospital para enfermos de cáncer La Divina Providencia donde la voz de Romero resonaba, donde bendecía y ofrecía las especies del rito católico.

Un gatillo fue accionado, una bala surcó el aire, perforó un pecho, se fragmentó, dio paso a la sangre, al dolor y calló a la «voz de los sin voz».

El informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas en El Salvador, publicado en 1993, concluye que el mayor del Ejército salvadoreño y fundador del partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), Roberto d'Aubuisson Arrieta, fue el autor intelectual del asesinato.

«El exmayor Roberto D'Aubuisson dio la orden de asesinar al Arzobispo y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno de seguridad (... ) de organizar y supervisar la ejecución del asesinato», dice el documento, que señala que d'Aubuisson fue uno de los fundadores de los escuadrones de la muerte.

También incrimina a los capitanes Álvaro Saravia y Eduardo Avila de tener «una participación activa en la planificación y conducta del asesinato».

Otros implicados son Fernando Sagrera, Mario Molina, Walter Antonio «Musa» Alvarez y Amado Antonio Garay, este último chófer de Saravia, que «fue asignado para transportar al tirador a la Capilla» y posteriormente testigo del juicio celebrado en El Salvador.

No obstante, la identidad del tirador no fue estipulada por la Comisión, ni en el juicio interno ni el juicio civil contra Saravia realizado en la ciudad californiana de Fresno, donde fue condenado a pagar 10 millones de dólares a la familia de Romero.

Y el terror habitó entre nosotros

El procurador para la Defensa de los Derechos Humanos de El Salvador, David Morales, tenía 13 años de edad cuando Romero fue asesinado, hoy dice que recuerda la «sensación amarga» de «una noche de mucho terror» en la que pensaron que «cualquier cosa podía pasar».

«Recuerdo que llegamos a la casa, toda mi familia llorando, haber encendido el televisor y ver aun reportero mayor, un hombre alto de bigotes que estaba cubriendo la noticia desde el lugar donde lo mataron, lo vi temblar, quebrársele la voz y llorar por el impacto», cuenta Morales en una entrevista.

Agrega que esa noche también se «impuso» un silencio «en todo el país como un símbolo no solo de dolor, sino de estupor de un país entero».

Morales dice que el asesinato de Romero fue un «objetivo» militar que le permitió al Ejército y sus estructuras paramilitares «profundizar prácticas genocidas de ataque a la población civil».

Antes de su asesinato Romero escribió en un «ejercicio espiritual», a modo de testamento que «me cuesta aceptar una muerte violenta que en estas circunstancias es muy posible» y que «las circunstancias desconocidas se vivirán con la gracia de Dios» porque «él asistió a los mártires y si es necesario lo sentiré muy cerca al entregarle mi último suspiro».