El fin de semana pasado se celebró en Sevilla la cuarta conferencia de las Naciones Unidas para la financiación del desarrollo. Como señaló el secretario general de la ONU, Antonio Gutierres, la financiación es el motor del desarrollo y ese motor se está agotando. Las prioridades han cambiado, los objetivos de déficit y defensa priman sobre la solidaridad financiera internacional. El objetivo del 0,7% anual del PIB dedicado al desarrollo ha sido sustituido en muchos países por el objetivo del 5% del PIB dedicado a defensa. Francia ya ha disminuido su gasto en ayuda al desarrollo un 30%, el Reino Unido un 40% y Estados Unidos acaba de desmantelar su programa de USAID dejando un reguero de proyectos y cooperantes sin financiación.
Las consecuencias de este nuevo enfoque son alarmantes. La falta de vacunas, cuidados sanitarios e higiene preludian la expansión de enfermedades infecciosas y nuevas pandemias que empujen a muchos países hacia la inestabilidad y alienten la llegada de regímenes dictatoriales o la emigración hacia occidente. Algunos cálculos estiman que únicamente la desaparición de USAID podría provocar 14 millones de muertes entre 2025 y 2030.
El problema de la financiación del desarrollo debe enmarcarse en un problema más amplio; la pérdida del multilateralismo. Antes incluso de acabar la segunda guerra mundial (1944), los principales países aliados acordaron el que sería el nuevo orden económico internacional, basado en la cooperación, el multilateralismo y la institucionalización de los acuerdos. En contra de lo ocurrido en el periodo de entreguerras (1918-39) se sustituyeron los acuerdos bilaterales por multilaterales, el enfoque de suma cero por la cooperación y se crearon nuevas instituciones que supervisaran el cumplimiento de los acuerdos e impulsaran el diálogo y cooperación internacional. Una de estas instituciones fue el Banco Mundial (BM) creado como la principal institución multilateral de desarrollo con la función principal inicial de reconstruir Europa. Pero con el inicio de la guerra fría y el lanzamiento del Plan Marshall, el Banco Mundial redirigió sus actividades hacia los países menos desarrollados. Con el capital y el aval de todos sus países miembros (los mismos que los del FMI), el Banco emitía deuda y financiaba proyectos que impulsaban el desarrollo (carreteras, centrales eléctricas, pantanos, etc.) y cuya financiación hubiera sido imposible en los mercados de capitales internacionales. La financiación multilateral permitía huir de la ayuda bilateral muchas veces condicionada evitando dependencias económicas o políticas indeseadas.
La llegada de Donald Trump ha supuesto un cambio radical. El nuevo presidente bajo la coartada de devolver a la clase media americana su antiguo esplendor ha adoptado un enfoque transaccional que busca el máximo beneficio propio. Busca acuerdos nación a nación huyendo del multilateralismo, cuestiona el papel de la ONU, el FMI, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio, organismos curiosamente creados (y controlados) bajos los auspicios de los EE.UU. Trump sacrifica la política externa por la búsqueda de beneficios y reconocimiento interno, aunque sea abandonando el derecho internacional. Pero en realidad, se trata de una política miope, cortoplacista. Muy posiblemente la búsqueda de un nuevo orden internacional más favorable a los EE.UU puede acabar en un desorden o la falta de un orden que preludie un cambio de liderazgo mundial como ocurrió tras la primera guerra mundial con el declive del imperio británico. Vienen tiempos interesantes.