José G. Díaz Montañés
José G. Díaz Montañés

Director General de Artiem Hotels

Rediseñar el trabajo

TWL

Vivimos más, trabajamos más años… pero seguimos organizando el trabajo con reglas del siglo pasado. Es como intentar navegar una nueva era con mapas obsoletos. Y los síntomas están por todas partes: escasez de talento, jubilaciones anticipadas, sistemas de pensiones al límite y una desconexión creciente entre las personas y su trabajo. La paradoja es evidente. Las empresas aseguran que no encuentran personal cualificado. Pero al mismo tiempo, millones de personas mayores de 50 años están subutilizadas o directamente fuera del mercado laboral. Personas con experiencia, visión estratégica y estabilidad emocional. El problema no es escasez de talento. Es un modelo que lo desperdicia.

La causa de fondo es estructural. La pirámide demográfica se invierte. Las personas que hoy tienen 50 años podrían vivir hasta los 100. Sin embargo, seguimos pensando el empleo como una etapa de 40 años que se corta en seco a los 65. ¿Tiene sentido pasar tres décadas desconectado del mundo productivo cuando todavía se tiene capacidad de aportar y crecer? Además, el trabajo ha dejado de tener sentido para muchas personas. Se cumple, no se vive. La desconexión emocional y la falta de propósito explican por qué tantos desean jubilarse anticipadamente. Sin embargo, fuera del trabajo, esas mismas personas encuentran energía, motivación y bienestar en actividades como voluntariado, causas sociales, aprendizaje o hobbies. Es decir, no rehúyen al esfuerzo: rehúyen al sinsentido.

La tecnología, en este contexto, puede ser una aliada poderosa. Al automatizar tareas repetitivas y de bajo valor, nos permite liberar a las personas para centrarse en lo más humano: la creatividad, la empatía, la estrategia, la relación con clientes o el trabajo colaborativo. Y todo ello con impacto positivo en productividad y bienestar. Pero para aprovechar estas oportunidades necesitamos nuevas reglas del juego. Los contratos laborales tradicionales —pensados para un modelo industrial, estable y lineal— ya no responden a trayectorias vitales más largas, variadas y flexibles. Las relaciones laborales deben evolucionar para adaptarse a múltiples ciclos de vida, sin precariedad ni rigidez.

Aquí es donde el papel del empresario se vuelve decisivo. El empresario ya no es solo un generador de empleo. Es un arquitecto del nuevo contrato social del trabajo. Tiene la capacidad —y la responsabilidad— de rediseñar su organización para que sea más flexible, inclusiva y centrada en el desarrollo de las personas. Esto significa ofrecer trayectorias laborales que se adapten a distintas etapas de la vida, fomentar equipos intergeneracionales que se enriquezcan mutuamente, integrar al talento senior como un valor estratégico y no como una excepción, cultivar culturas organizativas donde el propósito no sea un lema vacío sino una fuente real de motivación, y asumir la automatización como una oportunidad para reinventar roles, no para prescindir de personas.

Y, sobre todo, implica entender que el éxito empresarial ya no se mide solo en márgenes financieros, sino también en legitimidad social, cohesión interna y sostenibilidad a largo plazo. Vivir más no es el problema. El problema es no adaptar el trabajo, las pensiones y las organizaciones a una sociedad más longeva. Si no cambiamos cómo trabajamos, quién trabaja y bajo qué condiciones, la desigualdad crecerá, la productividad caerá y los sistemas sociales colapsarán. Estamos ante un cambio de paradigma. Pretender afrontarlo con herramientas del pasado no solo es ineficaz: es peligroso. La historia nos ha enseñado que resistirse al cambio lo hace más traumático. Adaptarse a tiempo, en cambio, puede convertir una crisis en una oportunidad. Hoy no se trata solo de reformar el trabajo. Se trata de reimaginarlo desde una visión más humana, más longeva y más productiva. Y el liderazgo empresarial será determinante.