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Hacer un ejercicio de prospectiva sobre el año 2023 que acabamos de iniciar, con la incertidumbre que supone la guerra de Ucrania y sus consecuencias económicas, no entra en mi propósito. Está claro, no obstante, que las graves consecuencias económicas que la misma está ocasionando se prolongarán en el tiempo de no mediar un alto el fuego que, a día de hoy, no se vislumbra a corto plazo. El panorama es pues, reitero, incierto y preocupante.

Hace unas semanas, el diplomático Juan March Pujol, exembajador de España en la Federación Rusa (2007-2011), en el trascurso de un almuerzo de trabajo con los socios del Cercle d’Economia de Menorca, nos manifestaba a raíz del conflicto bélico de Ucrania que los verdaderos perdedores de la guerra, a parte, claro está, del coste irreparable que supone la pérdida de vidas humanas y del terrible sufrimiento de la población civil, serán, por este orden, Ucrania, Rusia y la Unión Europea.

Está claro que nuestro país, la cuarta economía europea, ya la está padeciendo. Hemos despedido 2022 con una inflación subyacente próxima al 7% y un euribor superior al 3%, porcentajes que no se conocían desde la gran crisis de 2008 como consecuencia del endurecimiento de la política monetaria del BCE.

Ambos índices económicos afectan directamente al bolsillo de la mayoría de los españoles y pueden provocar en mayo, en las elecciones municipales y en las doce comunidades autónomas que las celebran simultáneamente, un revés electoral a los partidos que conforman el Gobierno de coalición que bien podría ser el preludio de un cambio de ciclo en las generales de final de año. Lo que no provocó la epidemia sanitaria del coronavirus gracias a la ciencia (léase vacunas), al salvavidas de los ERTE y a los euros europeos, lo puede conseguir un encarecimiento paulatino de los alimentos de la cesta de la compra, porque como he leído recientemente de la pluma de Marius Carol: «la inflación puede hacernos perder no solo el dinero, sino también la esperanza».

Esta predicción puede revertirse si las medidas puestas en marcha por el Gobierno a partir del pasado día uno con la rebaja del IVA para los alimentos básicos, tienen parecida eficacia que las tomadas en su momento para contener los precios energéticos, que han sido determinantes para que el IPC general haya cerrado el 2022 cinco puntos por debajo del máximo registrado en el mes de julio, que fue del 10,8%. Sin duda, unas medidas acertadas y que han conseguido el objetivo perseguido.

De todas formas, los analistas económicos vaticinan que doblegar la curva de la inflación subyacente, que es la que afecta más directamente al poder de compra de las clases medias y trabajadoras, es más difícil y, de lograrse, será más lenta, lo que induce a pensar que, al menos el primer semestre de 2023, será duro para las economías familiares.

El PIB y el empleo han resistido bien el 2022, pero todos los expertos pronostican una desaceleración en el 2023. El pasado diciembre ya se ha notado un menor ritmo en la creación de puestos de trabajo frente a los meses precedentes. Probablemente nos salvaremos de la recesión técnica (dos trimestres consecutivos con crecimientos negativos del PIB), pero los próximos seis meses serán difíciles de digerir.

Feliz 2023.