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Hace unos diez años, el mundo tenía puesta la mirada en los límites costeros de la central japonesa de Fukushima. El átomo parecía vivir sus últimas horas, celebrando su entrada en una era posnuclear. Salvo que, por una increíble alteración de la historia, la crisis climática basculase radicalmente y el enemigo de ayer para los ecologistas se haya transformado en aliado. Es así, como ejemplo, que Francia, en nombre de la lucha contra el calentamiento ha anunciado la construcción de nuevas centrales. Para superar esta crisis se nos impone no emitir más CO2 que el que la tierra puede naturalmente captar y, en consecuencia, terminar con el consumo de energías fósiles (carbón, petróleo, gas). Hasta aquí todo el mundo está de acuerdo. Para lograrlo, necesitamos reducir nuestro consumo global de energía míninamente carbonada y contar por lo tanto con las renovables (solar, eólica e hidráulica) y la nuclear… y aquí aparecen desacuerdos. A menudo hay antinucleares entre los renovables y pronucleares entre los antirrenovables. Esta revancha del átomo no se puede exponer como una victoria de un campo sobre el otro. De momento podemos constatar que no podemos pasar ni del uno ni del otro. Ello explica, sobre todo, la inmensidad del desafío, que nos recuerda el reciente fracaso del Cop26 en Glasgow; mientras que el planeta se dirige hacia el fin de siglo con un aumento de temperaturas de 2,4 grados. Esto destaca nuestras carencias y falta de preparación y nos obliga a tener en cuenta cualquier energía débilmente carbonada para conseguir nuestra transición, aunque sea a contrarreloj. Efectivamente las renovables no tienen nada de panacea. De entrada, porque no funcionan siempre en el momento adecuado y que la electricidad se almacena muy mal. Tampoco lo nuclear es un remedio milagroso. Apostar por el átomo no deja de ser arriesgado. Construir una central nuclear es complicado y complejo. Sus costes son difíciles de evaluar. La pervivencia de los desechos se alarga con el tiempo y deben calcularse. El calentamiento exige actuar con rapidez, lo cual no debe impedir un debate con calma, permitiendo que los afectados acoten todas las implicaciones; centrar los debates, despejar las incógnitas y crear un hecho consumado. Durante mucho tiempo, «lo nuclear» fue un espantapájaros odiado por los ecologistas. El calentamiento climático lo ha transformado en energía milagrosa para sus partidarios históricos y una corte de conversos, algunos, con poder para promover, décadas después, la construcción de nuevos reactores.

La crisis del petróleo de la década de 1970 había llevado a muchos países a incrementar sus esfuerzos nucleares. En los diez años anteriores a 1992, la cantidad de energía nuclear consumida en todo el mundo había aumentado en un 130%. Algunos se plantearon el uso de plantas nucleares para producir no solo electricidad sino también hidrógeno, que luego podría formar la base de combustibles sintéticos. La amenaza del calentamiento global no sirvió bien a la causa nuclear. Después de alcanzar su punto máximo en 2006, la cantidad de este tipo de energía consumida en 2019 fue solo un 18% más alta que en 1992.