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Llevamos prácticamente dos años renovando los prefijos y adjetivos que acompañan al término ‘pandemia’. Y es que la pandemia, por decirlo rápido y suave, ha resultado ser una ‘complicación’ que se ha añadido a la elevada ‘complejidad’ que ya veníamos anticipando, o incluso asumiendo, en mayor o menor grado, de la mano de las megatendencias globales que alteran, cuestionan y transforman nuestra forma de relacionarnos, de producir, de comercializar...

En este contexto, la respuesta de la política económica para sentar las bases de un crecimiento sostenible y equilibrado obliga a abrazar el reto de la inteligencia económica. Y es que el acceso a información fiable y la capacidad de analizarla son factores cada vez más importantes para evitar decisiones impulsivas con un alto grado de incertidumbre, sobre todo en escenarios disruptivos como el actual, caracterizado, entre otras, por las tecnologías emergentes, la post-globalización, el ascenso de la generación Z o las presiones derivadas del cambio climático.

Por ello, de la misma forma que los países cuentan con algún tipo de servicio de inteligencia o que las empresas más grandes y poderosas tienen servicios similares e incorporan inteligencia económica y competitiva a sus estructuras organizativas con el objetivo de hacer más competitivo su país u organización, aumentar su influencia y defender sus activos tangibles e intangibles, no debería sorprender que algunas regiones europeas y su tejido empresarial estén desarrollado estructuras que emergen tanto de los gobiernos regionales hacia las empresas como en la dirección opuesta en un intento de integrar a todas las partes interesadas, incluidos los servicios públicos, las asociaciones empresariales, las universidades… para encaminar al éxito su toma de decisiones.

Así, como un alquimista que convierte el plomo en oro, la función de inteligencia económica es iterativa: empieza y termina con los tomadores de decisiones e incluye desde la extrapolación de las necesidades de los actores y la recopilación de información hasta su análisis y transformación en resultados de inteligencia para ser, finalmente, transferidos a los tomadores de decisiones que los integran para encaminar con éxito su acción.

Solo con inteligencia se puede determinar con acierto la dosis de crecimiento empresarial, grado de competencia sectorial y dotación de capital humano y tecnológico que es necesaria para acometer con éxito el aumento de la productividad regional. De la misma forma, que solo con inteligencia se puede encontrar la combinación óptima entre temporalidad y políticas activas de empleo para reducir el desempleo y la precariedad del empleo o reforzar las políticas de inclusión, favorecer la transición hacia una economía más sostenible o afrontar los nuevas desigualdades relacionados con la inseguridad alimentaria, el envejecimiento, la urbanización…

Por esto, abrazar el reto de la inteligencia económica reviste, hoy, una importancia estratégica de primera magnitud. En un entorno cada vez más global y competitivo, donde la información es cada vez más abierta y accesible y todas las regiones y empresas participan del mismo juego, el hecho diferencial está en la capacidad de capturar, filtrar, analizar y difundir la información disponible de manera selectiva con la finalidad de tomar mejores decisiones y obtener, así, resultados también diferenciales. De ahí deriva, precisamente, la magia de la inteligencia y su potencial para convertirse en una ventaja competitiva real.