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El debate sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones públicas no es sencillo de plantear. Más difícil aún es poner sobre la mesa las diferentes soluciones que le puedan dar viabilidad financiera a largo plazo, al mezclarse temas eminentemente técnicos con otros de cariz ideológico. Y un conflicto de intereses entre generaciones.

Cuando un determinado Gobierno decide rebajar el gasto vía contención de las pensiones por debajo del IPC o un factor de sostenibilidad que rebaja la pensión en función de la evolución de la esperanza de vida, se le señala como enemigo del sistema de pensiones.

En cambio, si anuncia mejora de los ingresos, vía aumento del coste de la Seguridad Social que pagan empresas y empleados, se le alaba como adalid del sistema. Tomando el último año prepandémico, 2019 cerró con un déficit de 16.793 millones. No parece que los 2.000 millones anuales que algunas proyecciones hacen del incremento de ingresos vía mayor coste de contratar y estar contratado vayan a ser suficientes para equilibrar el sistema.
La cruda realidad es que la reforma del sistema de pensiones deberá ser, ineludiblemente, mucho más ambiciosa, implementando medidas de mejora de los ingresos, cierto es, pero también de reducción del gasto.

En otras palabras, habrá que buscar más ingresos, vía impuestos, mejora de nuestra economía que permitan aumentar los salarios medios e incluso otras que hoy en día suenan futuristas, como que los robots paguen las pensiones de los trabajadores que sustituyen. Y tratar de reducir los gastos, al menos hasta que los ingresos compensen las pensiones del momento. Cobrar menos jubilación en términos reales, menos tiempo, en palabras más rudas.

Si los actuales jubilados cobraran sus pensiones de un fondo propio que en su momento se invirtió, podríamos afirmar sin titubear que son los jubilados los que pagan sus propias pensiones. Un sistema de capitalización que no opera en España, me temo.

En un sistema de reparto, vigente en nuestro país, son los trabajadores y empresas actuales los que pagan las pensiones de sus coetáneos. Bueno, siendo sincero, con la ayuda del endeudamiento público. Al no tener unas arcas saneadas, cada año acudimos al mercado para endeudarnos. Y uno de nuestros mayores prestamistas es Europa: el Banco Central Europea tiene bonos españoles por un importe equivalente al 50% de nuestro PIB.
También las generaciones más jóvenes, cuya tasa de paro es inaceptable, se ven perjudicadas si se pretende hacer recaer sobre sus hombros buena parte de la reforma: o bien asumiendo tasas de paro altas, o bien aceptando una devaluación salarial. Eso sin contar con la factura que pagarán en un futuro, al tener que devolver la inmensa deuda pública que entre todos hemos ayudado a generar.

Argumentarán algunos que el aumento de los ingresos lo pagan, casi en su totalidad, las empresas, que asumen la mayor parte del incremento del 0,6% de las cotizaciones sociales (un 0,5% a cargo de la empresa y un 0,1% que se resta a la nomina bruta del trabajador). Sin embargo, en un mercado laboral con más demanda que oferta, con una exigencia de cualificación relativamente baja que permite “intercambiar” un trabajador por otro con excesiva facilidad, el incremento de costes de contratar acaba, en buena parte, en una reducción de las nóminas de los nuevos trabajadores o en menos contratación.

La equidad intergeneracional verdadera se garantizará cuando la reforma de las pensiones venga de medidas de gasto e ingreso. Ambas, las populares y las que menos votos dan.