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Estos últimos días hemos asistido a una situación esperpéntica propiciada por una sentencia del Tribunal Supremo en torno al tema de quién debe asumir los gastos del impuesto que grava la constitución de las hipotecas. No voy a entrar en disquisiciones jurídico-tributarias en torno al asunto en cuestión, bastante se ha escrito sobre el tema por voces mucho más autorizadas que la mía, el objetivo de estas líneas aunque relacionado con la situación creada es otro.

Imaginen un país en el que voy a comprar o a construir una casa, paso por la notaría correspondiente y firmo la escritura con todos los requisitos legales necesarios, y les aseguro que cada vez son más, lo cual me parece perfecto dicho sea de paso.

Tengo la seguridad de que quien vende puede hacerlo, que los medios de pago están acreditados, los gastos perfectamente delimitados sobre todo cuando existe una hipoteca posterior, de que si soy el promotor mi licencia es correcta, de que tengo mi cédula de habitabilidad en orden, de que se han cumplido todos los requisitos urbanísticos; en fin, que firmo con la total tranquilidad que me da un sistema que funciona muy correctamente desde hace más de 100 años y que incluso ha sido copiado por muchos países desde entonces, por la gran seguridad que otorga al tráfico jurídico inmobiliario.

Ese es un país en el que la gente quiere invertir, en el que la gente puede vender, comprar, alquilar de acuerdo con sus posibilidades, en el que puede convivir pacíficamente la inversión pública y privada, en el que los extranjeros (y esto en Balears adquiere especial relevancia) compran con total tranquilidad y en el que el negocio inmobiliario forma parte importante del entramado social de toda la comunidad con beneficios directos, pero por supuesto también indirectos: turismo, consumo, inversión hotelera, restauración...

Pongamos que en ese país se empieza a cuestionar todo. Los jueces se meten a políticos, los políticos a jueces, se demoniza todo lo que tenga que ver con promotores, bancos, se cambian de repente los criterios, se anulan con carácter retroactivo licencias, se modifican leyes jurisprudencialmente o se intenta influir por grupos sociales o políticos las decisiones judiciales sin atender a una mínima división de poderes. En definitiva, se pierde toda seguridad jurídica con lo que inevitablemente se contrae la inversión y con ello llega la temida crisis.

Por desgracia este segundo escenario es cada vez más dominante en nuestro país. Se está confundiendo la necesaria persecución del fraude con el ataque indiscriminado. Se está poniendo en duda todo el sistema financiero por prácticas que es cierto que pudieron ser abusivas y que deben ser perseguidas, como si todas lo fueran, con un terrible efecto colateral en la desesperada búsqueda de financiación por los sectores más necesitados, me refiero a la lacra de los prestamistas usureros y de las empresas de crédito fácil.

La seguridad y el futuro de este país necesitan regulaciones claras, leyes que no den origen a múltiples interpretaciones según quién esté en el gobierno de turno, clara distinción de las funciones de cada uno de los poderes cumpliendo los preceptos básicos de toda democracia, medidas reales y no de cara a la galería que al final acabamos pagando todos. Estamos a tiempo, si no me temo que lo de convertirnos en una república bananera no queda tan lejos.