TW

Estas últimas semanas han circulado por redes sociales bastante bromas a cuenta del consabido “consentimiento” para las relaciones sexuales que incluían la figura del notario como dador de fe en el momento de la prestación del mismo.

Fuera de la parte irónica del asunto y de que, bromas aparte, Dios me libre en mi concepto de notario de tener que prestar ese servicio alguna vez, sí que el tema del consentimiento me ha retrotraído a mi época de opositor, en la que mi preparador insistía con cierta regularidad en las dos premisas básicas a tener en cuenta como paso previo para la intervención notarial: la identificación o fe de conocimiento y el juicio de capacidad, que en realidad se resume en si el interviniente tiene facultades para prestar su consentimiento.

En mi despacho repito lo mismo muchas veces a gente que se acerca para una consulta antes de preparar algún documento: lo principal para firmar cualquier documento notarial “inter-partes” es que haya acuerdo entre las mismas. Sin ese acuerdo, es decir, sin ese consentimiento expreso e indubitado, poco o nada puede hacerse a través de un título notarial.

Este consentimiento, que viene recogido en el articulado del Código Civil y en la legislación mercantil desde sus inicios, debe ser prestado por una persona capaz para ello, sin vicios en su prestación, lo que expresa claramente el código en su artículo 1265: “Será nulo el consentimiento prestado por error, violencia, intimidación o dolo”.

Esa intimidación queda definida en el código de forma magnífica con términos como “fuerza irresistible”, “temor racional y fundado” y además teniendo en cuenta que hay que “atender a la edad y condición de la persona” dejando claro que esta violencia o intimidación anularán la obligación aunque se haya empleado por un tercero que no intervenga en el contrato.
Me he encontrado por desgracia en alguna ocasión en este tipo de situaciones, especialmente con gente mayor a la que familiares les intentan obligar a firmar algo, por ejemplo un testamento.

Es difícil de detectar; en mi caso cuando tengo alguna duda, lo primero que hago es quedarme a solas con la persona que sospecho que está sufriendo esa intimidación e investigar dentro de mis posibilidades si existe o no tal circunstancia.
Una vez detectado, por supuesto después de no firmar, he ido a veces un paso más adelante, poniéndolo en conocimiento del colegio notarial y especialmente de los compañeros de notarías más cercanas, ante la posibilidad de que a continuación de mi negativa pueda volverse a repetir el intento de engaño, lo que puedo asegurar que ayudó a detectarse en un par de ocasiones.

Resumiendo, el famoso consentimiento del que ahora se habla está perfectamente delimitado desde tiempo inmemorial a nivel legal, pero por supuesto reitero que espero que nunca llegue a ser necesario la presencia de un dador de fe cuando se trata de relaciones íntimas que, desde siempre y que nadie lo dude jamás, requieren de un consentimiento claro, indubitado y exento de todo tipo de intimidación o violencia. ¡Faltaría más!