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Hace unos meses escribí un artículo para este semanario titulado ‘El precio de la felicidad’ donde apuntaba que la deflación era un fenómeno que acechaba a nuestro país. La razón: los precios de los bienes y los servicios decrecían de forma continua y generalizada.

Aun temiendo las consecuencias del elevado endeudamiento público y privado que arrastra España, nuestro acomodo europeo parecía evitarnos los riesgos relevantes de deflación. Pero hoy el crecimiento económico de Europa se acerca al estancamiento y la recesión. Y cuando una economía entra en ese pantanoso terreno se hace difícil salir del mismo y se plantea nuevamente el interrogante: ¿tan terrible sería que en las próximas décadas discurriéramos por los senderos que ha transitado Japón en los últimos 30 años?

Dibujemos el contexto. La recuperación de Japón tras la Segunda Guerra Mundial fue espectacular. Obtuvo un crecimiento medio anual de más del 6% entre 1962 y 1992, propiciado por el extraordinario desarrollo tecnológico que situó al país entre los más prósperos del mundo. Sin embargo, a partir de mediados de los 80, la especulación inmobiliaria, la concesión indiscriminada de créditos y la elevada inflación generaron una de las mayores burbujas financieras de la historia que, al estallar, dejó al país sumido en una crisis económica de la que todavía hoy no se ha recuperado. ¿Les suena esta sintonía?

Para impulsar el crecimiento tanto de la producción como del nivel de precios, Japón puso en marcha reiteradas reformas económicas. Principalmente basaba la estrategia en tres políticas económicas: expansión monetaria, mayor gasto público y reformas estructurales de flexibilidad en el mercado laboral y de incentivo para la inversión extranjera.

Fue una apuesta económica importante aunque con unos resultados económicos moderados: en 2013 el PIB creció únicamente un 1,5%. Y el futuro no parece más prometedor ya que la reducción de la demanda ha deteriorado las expectativas sobre la economía nipona. Esta mala situación inquieta a Europa. La zona euro ha reducido su ritmo de crecimiento, lo que unido a la congelación de los precios preocupa a las autoridades que temen un estancamiento a la japonesa.

Y un último indicio de japonización en Europa: el envejecimiento de la población. La baja tasa de natalidad y el aumento de la esperanza de vida han favorecido que las economías de la zona euro tengan cada vez una menor proporción de población en edad de trabajar. Un problema difícil de solucionar en el corto plazo pero que requiere de actuaciones inmediatas.

Europa, y España, deben crecer y para fortalecer el crecimiento también necesitan aplicar una triple política económica: incrementar la inversión pública en la mejora de infraestructuras, realizar nuevas reformas en el sector público y el mercado laboral y favorecer una política monetaria más expansiva. La compra de activos que está llevando a cabo el Banco Central Europeo debe incentivar el crecimiento y evitar la deflación. Su inyección de liquidez al sistema, dando crédito a los bancos, dinamizará la producción, la demanda, los precios y, ojalá, también el empleo.

Japón sitúa hoy su tasa de paro en el 4,5%, el pleno empleo estadístico, a pesar de la complejidad coyuntural que atraviesa. La esperanza de vida de sus ciudadanos es de 83 años (81 en España) y la riqueza media por habitante de 111.000 euros (63.000 en España). Allí no hay lugar para la inmigración, el 99% de sus habitantes son hijos, nietos y biznietos de japoneses. Ese es su modelo. Europa es diferente, es un crisol de razas y culturas que crece con el objetivo común de potenciar una convivencia armoniosa, económica y socialmente homogénea. Veremos.