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Desde hace muchos años, una de las primeras cosas que les digo a mis alumnos de economía es que complementen sus clases dedicando tiempo a la filosofía y al arte dramático, es decir, al teatro.

Y es que nadie puede ser un buen economista sin conocer el fundamento del conocimiento humano en general y el occidental en particular, pues Occidente ha sido el resultado de un proceso de acumulación y enriquecimiento; de superación y extensión. Es el renacimiento humanista y el racionalismo crítico. Así que no es posible tener opinión sobre las pautas sociales sin conocer esa trayectoria. Al fin y al cabo, “filosofía moral” fue el primer nombre que recibió la economía.

Ahora bien, el buen economista tiene una forma particular de ver las cosas de su alrededor, de manera que como decía Frédéric Bastiat, “la diferencia entre los economistas y los que no son economistas es que mientras los primeros se ocupan de lo que no se ve, los demás se ocupan solo de lo que sí se ve”. Así, un economista debe ser capaz de ver que “no existen los almuerzos gratis”; que cualquier restricción a la libre competencia es equivalente a más impuestos; que más déficit público supone más deuda, más impuestos futuros y más paro; que los tributos suponen una pérdida irrecuperable de eficiencia. O que el Estado redistribuye más desde los grupos no organizados a los grupos organizados, que desde los ricos a los pobres.

La ciencia económica no es intuitiva, sino contra-intuitiva, estudia la senda de las “consecuencias no intencionadas”, como cuando los revolucionarios franceses, ante las quejas de los parisinos por los excesivos precios del pan, dictaron la Ley del Máximo prohibiendo que estos superaran un determinado nivel. La intención era buena, pero el resultado fue nefasto al conllevar a la práctica desaparición de ese producto tan básico.

La dificultad de transmitir estas ideas es lo que me lleva a la segunda recomendación: el teatro. El arte dramático tiene poder para sostener o cambiar ideas; un poder que puede amedrentar o enaltecer la visión de cualquier asunto.

El elemento teatral y poético fue el que confirió proyección histórica a Karl Marx, hasta el punto de que su dramatismo radical tuvo mucho más fuerza que la coherencia de sus argumentaciones racionales. Keynes, por su parte, fue el primer economista plenamente mediático, capaz tanto de aparecer en las portadas de los diarios, como de participar en las locuciones de radio. Milton Friedman no habría conseguido ganar la batalla a la galopante inflación de los años setenta sin aparecer en TV apretando el botón rojo que detiene la imprenta de dólares de Potomac.

Y es que como decía John S. Mill: “El economista que solo sea economista fracasará en todas sus consideraciones”. Por eso quien quiera estudiar economía debería dedicarse también a la filosofía y al teatro.