Laura Ferrero también es autora de ‘La gente no existe’ y ‘Piscinas vacías’. | JORDI BERNADÓ

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Como dice la narradora de Los astronautas (Alfaguara), los niños se inventan un mundo para poder sobrevivir. En su caso, justificó la continua ausencia del padre con que era astronauta y trabajaba en Houston. A partir de esta anécdota, Laura Ferrero (Barcelona, 1984) teje una historia sobre la familia, sobre la suya, que invita a reflexionar sobre las ausencias, que como afirma, pueden explicar mucho más que las presencias. Lo presenta este jueves 1 de junio, a las 19.00 horas, en la Fira del Llibre de Palma.

Aunque Los astronautas no es una novela sobre la vida de Ferrero, la autora reconoce que empezó a escribirla hace unos años como si fuera autobiográfica, pues el relato arranca cuando descubre una fotografía de sus padres posando junto a ella cuando esta era bebé, cuando todavía formaban una familia. Una imagen que despertó en ella, con más de treinta años de retraso, el sentimiento de haber formado parte de una estructura, de un sustento.

Investigación

«Fue la mecha que enciende la novela. Quería hacer una investigación familiar, que me contaran cosas, pero no daba con el archivo familiar. Así que necesitaba un artilugio, un artefacto que me llevara lejos», razona. En este sentido, reconoce que «los astronautas siempre me han fascinado, no tanto por la conquista espacial, sino por los hombres que llegaron tan lejos para poder ver lo que tenían tan cerca».

«Me interesaba la soledad entendida como la poca comunicabilidad de su experiencia. Y es que cuando regresaron de la misión eran hombres encerrados en sí mismos, ingenieros que no eran capaces de sublimar esa experiencia. Y eso ocurre también en nuestras vidas: determinados eventos nos cambian día a día y no podemos contarlos. La soledad en los astronautas me era útil para contar el matrimonio de mis padres. La imaginación de la niña me terminó sirviendo para contarlos a ellos y a mí», aclara.

De hecho, Ferrero señala que la construcción de Los astronautas ha implicado un «proceso de reflexión en el que vuelves a vivir la vida dos veces». «En esta segunda vida media la distancia que otorga la literatura y la escritura, que permite poner perspectiva. La vida no es un ensayo, la vives en directo, y solo al volver atrás puedes entenderla. En este sentido, ha sido un proceso muy transformador», declara la autora.

Sobre si la vida se articula en torno a las ausencias, Ferrero opina que «al final las ausencias son muy mitificables», puesto que «en una ausencia puedes poner lo que no va mal en la vida». «En el caso de la novela, le suelen decir que ‘esta niña es rara’ o ‘esta niña tiene mucha imaginación’ y ‘claro, es que su padre se ha ido’. Las ausencias en la literatura o en el cine suelen darse porque la gente se va y es eso lo que da pie a la imaginación, a rellenar el espacio de esa gente que tenemos tan vista. En la vida, ausencia y presencia están imbricadas. Por mi parte, la ausencia me llevó a mi madre, que era la presencia. Una no se entiende sin la otra», detalla.

La narradora ciertamente teme al abandono o, mejor dicho, a perder el control. «Lo que nos aterra es saber que no tenemos el control sobre lo que nos determina. Así, la narrativa sirve a cada uno para pensar que tenemos el control. A la madre le permite contar una historia que tiene que ver, aparentemente, con salir mejor parada, por ejemplo. Cuando la niña cuenta en el colegio que su padre es astronauta ya hace gala de la necesidad que tiene de adueñarse de lo que le sucede: está en Houston y no aquí. Si tu marido te deja es que os habéis dado un tiempo. Es interesante ver la historia de cada uno para saber qué esconde», explica.

Con el abandono del padre, resulta difícil no juzgarlo. Como reconoce Ferrero, quien puntualiza que esa parte está ficcionada, «cuando estamos enfadados nos sale el juzgar, el rencor, pero luego no es lo que prevalece».

«Los padres no son malos, o al menos no es la idea que tenemos como personajes malos, sino que tienen muchos matices y al final hicieron lo que pudieron y supieron con las herramientas que tenían en ese momento. Hacerse mayor es entender eso: nadie es el padre o la madre del año, sino lo que puede ser. Cuando una se pregunta por el relato familiar se mezclan muchas cosas, pero no te pones en sus zapatos, no tienes en cuenta de dónde vienen. Esto nos cuesta especialmente cuando se trata de nuestros padres. En lo personal, muchas veces me preguntaba por estas cuestiones y pensaba ‘ojalá hubiera sido distinto’, pero no es un juicio, sino un deseo», confiesa.

«El padre de la novela no está enamorado de su mujer y no lo ha escogido. Podría decidir comprometerse con esto y ser un desgraciado o escoger lo que escoge y empezar de nuevo con una persona con la que es feliz. Para la madre y la hija es injusto, pero desde fuera te das cuenta de que tiene todo el derecho a ser feliz. ¿Qué es mejor?», plantea.


Divorcio pionero

Una separación que, tanto en la realidad como en la novela, se produjo en los años 80, cuando se terminaba de aprobar la ley del divorcio. «Era un estigma y un tabú, sobre todo porque no había referentes, no sabíamos qué era que tus padres estuvieran separados. En mi curso, de sesenta niños, dos éramos hijos de divorciados. Era algo rarísimo. Nos señalaban. Las monjas me decían que rezarían por ellos porque ahora vivían en pecado», recuerda.

De momento, Ferrero asegura que «no volveré a escribir nada personal», pues es «más difícil de gestionar, más problemático». «Libros como este tienen más dificultad de lo que es enteramente ficción. Es lo más importante para mí, pero el próximo no tendrá nada que ver».