La escritora mardrileña Marta Robles durante su visita a Palma. | Jaume Morey

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La periodista y escritora Marta Robles (Madrid, 1963) presentó ayer, en la Biblioteca de Babel, y repite hoy, en el Ilustre Colegio de Abogados de Baleares, su nuevo libro, Lo que la primavera hace con los cerezos, un ensayo literario en el que sondea una pista, una corazonada, que durante años ha tenido: la relación entre el amor, el desamor y la pérdida con el arte y lo que hace a un trabajo una obra de arte. La propia Robles, que titula su decimoséptimo título en honor a un verso de Pablo Neruda, destaca que este proyecto es «una deuda conmigo misma».

Ha publicado tanto ficción como no ficción durante años, ¿cómo decide alternarlo dependiendo de las temáticas?
— Siempre he sido más escritora que periodista. De hecho, fue mi primer novio quien me empujó al periodismo porque decía que comunicaba muy bien, y ahí ya se me metió el veneno del periodismo en las venas y aunque acabe solo escribiendo no dejaré nunca de ser periodista y de tener esta vocación de contar el mundo y contribuir a que sea menos injusto. Pero he escrito desde que tengo 12 años y a los 16 hice mi primera novela. Es mi vida, pero me di cuenta una vez entré en el mundo del periodismo de que quería ir poco a poco.

¿Qué hay de Lo que la primavera hace con los cerezos?
— Desde hace unos años hago ensayos que son muy literarios y nada periodísticos y este es una deuda conmigo mismo. Cuando terminé el último caso del detective Rouras La chica a la que no supiste amar, supe que tenía que dejar descansar al personaje y tenía el interés de trastear en la trastienda de los creadores, saber qué se necesita para que una obra cualquiera sea una obra de arte. Por ello, trato de relacionar el amor y el desamor y la pérdida con la creación.

¿Por qué el amor como eje?
— Porque lo único que puede convertir a una obra de arte en obra de arte es la emoción. La diferencia entre un trabajo, incluso uno bueno, y una obra de arte es que provoquen emoción en los que la disfrutan, ya sea leyendo, mirando o escuchando. Ese es su poder extraordinario, conmover. Por eso creo que hay solo dos grandes temas: el amor y la muerte. Casi solo uno porque el segundo nos genera incertidumbre, pero nos preocupa solo porque nos aleja de nuestros seres queridos.

¿Cree que ha podido corroborar esa teoría entre amor y arte?
— Sí porque es absolutamente indiscutible. Todos los artistas y creadores viven en permanente estado de zozobra porque no saben si su próxima obra de arte lo será o no y por eso exacerban sus emociones y necesitan constantemente sentir amor o desamor, que es incluso más creativo. Todo gira en torno al mismo eje, desde Frida Kahlo y sus cuadros sobre el engaño de Diego Rivera en los que aparece una mujer asesinada y hasta Picasso cuyas etapas van determinadas por mujeres diferentes a la que maltrató muchísimo. A veces no es el estar enamorado, sino el recuerdo del amor, pero se necesita intensificar esos sentimientos.

Habla del amor en singular, pero ¿hay más de un tipo de amor?
— Hay tantos amores como miradas y son todos distintos porque tu mirada cambia también. Es diferente el amor romántico, el amor amistoso, los de padre e hijos, etcétera.

Me refería a los cambios en la percepción del amor durante siglos.
— No lo tengo claro ni lo comparto. La historia se ha escrito en la desigualdad entre hombres y mujeres. En la Antigua Grecia, por ejemplo, muchas veces ellos elegían el amor y ellas no, algo que sigue pasando en muchos lugares, por desgracia. Las mujeres vivían encerradas en sus casas y no tenían relación con sus hombres más que para procrear. El amor estaba mal visto porque no se daba entre iguales y porque no daba tiempo para crear, algo que se ha trasladado a nuestros días, ya que el amor sigue teniendo muy mala prensa. Sigue esta idea de que te perturba y te deja en un estado de estupidez transitoria, como decía Ortega y Gasset. Creo que el amor ha cambiado poco.

¿Qué opina de tendencias que pretenden ‘desromantizar’ el amor?
— Es que eso es algo que no sé ni cómo se hace. Creo que es un enorme acto de arrogancia mirar al pasado con los ojos del presente. En 30 años nos mirarán a nosotros y harán o pensarán lo mismo. Las consideraciones del Príncipe Azul y las damas o princesas, que es a lo que te refieres, han ido evolucionando como nosotros, y esas connotaciones existen dentro de las propias relaciones, pero nadie puede decir que tienes que hacer o sentir algo de esta manera. Culturalmente lo hacemos de una manera y estos sentimientos y circunstancias antiguos quedan alejados de nosotros, pero es a través del estudio, de la cultura, que se genera un intercambio y un ejercicio en el que se han de tomar roles.

¿Hay alguna historia que narra en el libro que le haya sorprendido?
— Hay varias, porque tiene muchas sorpresas, pero por decir alguna está la de Artemisa y Gentileschi, que descubrí por azar en la Galería de los Uffizi, en Florencia. Ella era una seguidora de Caravaggio, incluso dicen que le superó, pero no podía dar clases porque era mujer. Su padre descubrió sus capacidades extraordinarias y le puso un maestro que acabó violándola. Ella, lejos de aceptarlo como algo que debía asumir, fue a juicio y como su testimonio no era tenido en cuenta por ser mujer, tuvieron que torturarla y de esta manera sí le dieron veracidad y consiguió que condenaran al tipo, aunque por poco tiempo. Se convirtió en una mujer con una pintura espectacular y de pintura muy reivindicativa, una feminista antes que las feministas.