Steve Afif en el Casal Solleric. | Teresa Ayuga

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Tras un breve periodo de lucha contra el cáncer, acaba de dejarnos un gran artista, Steve Afif. Nació el 15 de junio de 1943 en Alejandría en el seno de una familia anglojudía sefardita deportada en 1956, cuando la ciudad dejó de ser colonia británica y empezó la era del presidente Nasser. Este hecho dramático vivido en plena adolescencia marcó su carácter y su forma de entender la vida y la creación artística, que en él era una forma de incansable nomadismo intelectual. Ya instalado en Londres -donde aún residen su hermano Alan y sus sobrinos- Afif, que dibujaba desde niño, encaminó su formación hacia las artes, iniciando sus estudios en la Byam School of Drawing and Painting. Tres años después obtuvo una beca de la Royal Academy of Arts, aunque no completó los estudios por discrepancias con el método de formación.

De gran inteligencia natural y un agudo sentido del humor típicamente británico, Steve Afif desarrolló distintas facetas profesionales durante su juventud, entre las que se halló el doblaje de películas y su actuación como extra en alguna producción. Ávido lector y consumidor de literatura, música y filosofía, poseía un profundo conocimiento de la historia del arte, con la que alimentó su espíritu hasta decidir dedicarse plenamente a la práctica artística.

A finales de los años sesenta, Steve Afif recaló en la Mallorca de los inicios del turismo y pronto tomó contacto con los que serían sus grandes amigos y compañeros de tertulias, Jim Bird y Ellis Jacobson, con quienes compartió su primera exposición en Sa Pleta Freda. Históricos fueron sus encuentros en un bar del Paseo Mallorca ya desaparecido y en las veladas del Grup Dimecres, que encendieron la llama del arte contemporáneo en la ciudad.

Tras una pausa en París, a mediados de los años ochenta decidió volver a Mallorca, donde encontró ya un tejido galerístico muy activo. Desde entonces hasta este sábado, Steve Afif ha hecho de Mallorca esa tierra propia que conjuró su antigua condición de «judío errante», un sentimiento más que una situación real que le hacía identificarse con aquella famosa canción de Georges Moustaki -judío también él-, la inolvidable «Le Meteque».

Discreto y un punto hermético, sobre todo cuando se encerraba en su taller para librar esa penúltima batalla consigo mismo de la que emergerían las obras que habían crecido ya en su imaginación, Steve Afif fue un creador polifacético, inconformista y original. Si bien practicó la pintura abstracta durante unos años y su punto fuerte fue el dibujo -donde cobijaba sus más secretas inquietudes-, nos sorprendió con su exquisita sensibilidad cuando en 2005 presentó una serie de pinturas figurativas de pequeño formato en la Galería Altair de Palma. Uno de esos cuadros, «Un hombre sin rumbo fijo», muestra a un hombre de rostro anónimo vestido con traje y sombrero portando un maletín y es seguramente el mejor autorretrato del propio artista que, como su personaje, era capaz de dejar atrás el pasado sin saber todavía hacia donde se encaminaba.

Además de sus comparecencias en Sa Llotja, el Casal Balaguer y sus exposiciones en Londres, París y varias ciudades españolas, destacaremos la importancia de su muestra largamente esperada que el Casal Solleric le organizó en 2017, con la que cerraba un periodo de intensa reflexión artística. No es casualidad que el proyecto se titulara «Sin rumbo fijo», seguramente una doble alusión tanto a la importancia del viaje y el cambio de rumbo que había marcado su vida como a esa «errancia» creativa que con tanto acierto practicaba Steve Afif, Biel Amer, comisario de la exposición, sintetizó así esta enorme capacidad del artista, una de sus cualidades más aplaudidas: «Lápiz, acuarela, guache, tinta, aguada, tinta india, sanguina, bolígrafo, cualquier técnica no le es ajena porque su obra no descansa en el proceso técnico sino en el concepto y la intencionalidad».

Observando ahora la inapelable selección de dibujos, pinturas y esculturas (curiosas formaciones que le tuvieron obsesionado durante un tiempo y con las que invadió su taller), podemos afirmar que Steve Afif nos ha dejado para siempre en todas sus obras la huella de un enorme talento. Su gran amigo y cómplice Victor Pimpstein tituló un brillante texto sobre Afif «El pintor como muñeco de trapo», en el que supo ver en su obra «el verdadero retrato de una vida intensa y emocionante, como las huellas que ha dejado el tiempo en su alma, su intuición de la soledad que padece como hombre».

Pero Steve Afif nunca estuvo solo, ni mucho menos durante sus días finales, y ya nunca lo estará. Quedan ahora sus mejores amigos, como Victor Pimpstein, Pilar Aldea, Ramón Rosselló -que comía con Steve cada miércoles-, Rosa Mejías y Antonia Plovins, su médico Cata Rosselló, Martín Mas -con quien compartió estudio durante unos años- y con todos los que coincidía en las tertulias del Gibson -donde le recordarán el próximo martes. Queda también el núcleo integrado por Gema Mejías, Maurici Mus y sus hijos Alejandro, Arturo y Javier -de quien era padrino- que fueron su familia de adopción en Mallorca. Gema me recordaba este mismo sábado la inscripción egipcia que reza: «Un hombre es revivido cuando su nombre es pronunciado», añadiendo estas palabras propias de despedida: «tu nombre querido Steve será siempre pronunciado con nuestras palabras y en nuestro corazón».