La estética del espectáculo recuerda a la del universo del cineasta David Lynch. | Jaume Morey

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La mar blava inunda la Sala Gran del Teatre Principal de Palma en un halo de triste solemnidad. Una veintena de voces, vestidas con trajes de payés, envuelven el patio de butacas. El escenario se convierte en una especie de cuento y de leyenda, con la imponente presencia de una criatura semianimal mitológica, con cuerpo de mujer y cabeza de corzo blanco. La desconcertante figura, símbolo de la muerte, no abandonará nunca la función, aguardando paciente– ente hasta el final del relato del Arxiduc LluísSalvador, cuya vida articula esta ópera, L’Arxiduc.

La primera escena, por el contrario, es más bien aséptica y en un panel se puede leer: Estudi històric del subjecte. Así queda desvelado al público el propósito de la pieza: el examen de conciencia del autor de Die Balearen, un viaje interior en el que la alteza imperial –pero un hombre, al fin y al cabo–, necesita con urgencia rendir cuentas con su legado, pero, sobre todo, consigo mismo.

 La palabra culpa aparece en un cartel con luces de neón y empieza la testificación del Arxiduc a su secretario, Erwin. Ese poderoso sentimiento marca todo este periplo protagonizado por los dos Arxiducs: el anciano angustiado porque su final se acerca y se queda sin tiempo para explicaciones, y el joven, con la ingenuidad de quien se sabe con mucho camino por recorrer y con el poder de tener todos a sus pies. Una dualidad perfectamente delimitada y representada por los cantantes David Alegret y José Antonio López, quienes llevan el gran peso de toda la función, aunque también sobresalen las interpretaciones de otros artistas, como Maria José Montiel, Pau Camero, Joan Martín-Royo y MaríaJoséMoreno.

 La obra plantea precisamente eso: un juego de espejos imposible en el mundo real, pero tan constante e inevitable en nuestra mente. Y, como todo juego, tiene su parte onírica –con aires de fábula–, pero también componentes terroríficos propios de quien se enfrenta a sí mismo sin concesiones ni miramientos. Esta complejidad se traduce en un despliegue de elementos, todos ellos con una potente fuerza lírica, y una mezcla de lenguajes y formatos, incluso con una grabación en vídeo de esta confidencia compartida.

 A la culpa se añade y se entremezcla (con el característico letrero fluorescente) el deseo, otro motor universal muy relacionado con el primero, como ya dijo Freud, quien también es uno de los testigos que evoca el Arxiduc en su confesión. Ya al final de la representación, esta se vuelve revolucionaria, un alegato contra la opresión del poder.  Toda esta interpretación se debe, por supuesto, a una puesta en escena brillante, una obra maestra de Paco Azorín –en cuya escenografía también participa Rafael Lladó–, que recuerda su trabajo en la ópera María Moliner. En esta, por cierto, también estaba MaríaJoséMontiel –que aquí se mete en la piel de Catalina Homar, una de las amantes más importantes del Arxiduc– y Parera Fons, artífice de una partitura exquisita que la OrquestraSimfònica ejecuta con gran virtuosismo.

 Al tándem artístico formado por Azorín y Parera Fons sin duda debería añadirse el nombre de Carme Riera, autora del libreto que inspira todo este montaje que, sin duda, permanecerá en el recuerdo de muchos espectadores.