La escritora Sara Torres, este lunes en Palma. | M. À. Cañellas

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«Mientras mamá moría yo estaba haciendo el amor. La imagen me asombra y me perturba». Así arranca la primera novela de la poeta Sara Torres (Gijón, 1991), Lo que hay (Reservoir Books, 2022). Lo presentó este lunes 25 de julio en la librería Drac Màgic (Palma). Este martes 26, a las 19.00 horas, protagonizará otro evento en el Centre Flassaders. Allí ofrecerá la charla La fantasía del amor incondicional y la monogamia como norma cultural, dentro del ciclo D’amor i guerra que organiza este espacio.

Sara Torres era conocida como poeta y, a partir de ahora, como novelista. ¿Tiene sentido poner esas etiquetas? ¿Significa realmente un cambio?

—El término ‘poeta’ siempre me resultó un poco extraño porque parece que tiene una categoría trascendental. ¿Quién es poeta, quién se llama a sí mismo poeta o quién es reconocido socialmente por hacer una determinada labor? Entonces no me he reconocido como poeta, aunque desde luego sí que he trabajado lo poético en el lenguaje. Ese ha sido mi campo de trabajo como artesana. En este caso, entrar en la narrativa es ampliar tu artesanía a otra que requiere unas técnicas distintas y unas temporalidades de trabajo también diferentes. Así que creo que ha sido un aprendizaje que me ha transformado como escritora.

La novela arranca con una frase completamente autobiográfica: su madre murió mientras hacía el amor. La verdad es que resulta algo poético, visto desde la distancia claro. ¿En qué momento decidió que aquello sería el principio de su primera novela?

—Creo que el reconocimiento de esa frase fue el reconocimiento de una tensión o de un conflicto entre realidades que pueden parecer opuestas. Al entender que mi vivencia estaba atravesada por ese conflicto, la supuesta incompatibilidad entre el deseo y la pérdida de alguien amado, había que desarrollarlo con más tiempo, extensión y claridad.

¿Cómo es escribir en caliente sobre un duelo?

—Pienso que si el libro tiene interés es precisamente porque es un registro del duelo en caliente; no es una reflexión, porque no hay distanciamiento. Por un lado, lo veo como un lugar en el que apoyarnos cuando vivimos algo similar y, por el otro, como un tipo de texto que nos puede interesar para reflexionar sobre cuerpo-mente en duelo. El registro en caliente hace que puedan ser casi los papeles de una consulta de psicoanálisis o de una terapia de seguimiento.

¿Fue terapéutico escribirlo?

—Durante el proceso no, porque era doloroso, forzado. Muchas veces el cuerpo quiere escapar antes que enfrentarse de pronto a seis horas delante de una pantalla sufriendo. En eso puede haber conflicto porque te preguntas a veces si será bueno eso que te estás haciendo, con la exigencia de que tiene que haber un proyecto cerrado. Justamente la conversación con mi editora me ayudó a ir a través de mis emociones y de mis pensamientos, ir madurando afectos que quizá yo sola no hubiera podido. Por eso la conversación es tan terapéutica, aunque duela.

Ahora está investigando en Alemania en torno a las escrituras posdiagnóstico de cáncer. Es una cuestión bastante concreta.

—Sí, mi idea es estudiar la escritura no desde la enfermedad, sino desde el momento justo después del diagnóstico, que es muy traumático porque cambia nuestro mundo y las ideas que tenemos sobre lo que somos y sobre cómo vamos a poder vivir. Creo que es importante mirarlo desde formas creativas, no encarar el diagnóstico como una sentencia de algo que nos es ajeno y extraño porque nadie sabe de lo que es capaz un cuerpo, como decía Spinoza.

Cuando se diagnostica un cáncer, para muchos, es como una sentencia de muerte, pero muchas veces, afortunadamente, no es así.

—Nuestra cultura tiene una especie de compulsión de anticipación. Y eso tiene que ver con el deseo de tener poder sobre el futuro, queremos saber exactamente cómo van a ser las cosas para poder responder a ellas de forma efectiva. Del futuro nada sabemos y si toda nuestra energía está orientada hacia el futuro, por un lado dejamos de vivir el presente y por otro nos cae todo el peso de la ansiedad por la anticipación de un dolor posible que luego quizás ni siquiera viviremos. Todo el sufrimiento que pasamos en nuestras vidas por cosas que ni siquiera ocurren es tremendo y las que ocurren, si les restáramos el sufrimiento anterior no sería nada, solo un evento.

Muchos tenemos miedo a morir, pero usted debe de tener una relación especial con la muerte. ¿Le ha cambiado la forma de encarar la muerte o el sufrimiento?

—La muerte no existe realmente. La muerte propia no existe; como mucho existe la de los demás. A la muerte solo se la puede temer desde un ego exacerbado. Pensar que es tan importante el yo que la desaparición del yo es algún tipo de drama. Ahora, si relajamos esa parte del ego, la muerte propia no existe y por lo tanto no es un motivo de temor. Otra cosa es el temor al sufrimiento, pero contra él sí se puede luchar de forma política y social, sí que podemos activarnos para lograr vidas con menos sufrimiento, más amables. Donde hay capacidad de acción no hay tanto miedo. Por ejemplo, la ley de la eutanasia en España no se ha celebrado absolutamente nada comparado con otras cosas. Yo por la ley de la eutanasia hubiera salido a la calle con panderetas. Tenemos tan reprimida la idea de la muerte que también tenemos reprimido todo lo que tenga que ver con la finitud y la vulnerabilidad del cuerpo. Por lo tanto no nos accionamos con afectos políticos para lograr una vida más amable. La ley de la eutanasia es un motivo para tener mucho menos miedo a la vida.

«El duelo es un proceso donde sí hay lugar para el deseo», dice la narradora de Lo que hay. Debe de ser duro darse permiso para ser feliz cuando se ha perdido a un ser querido.

—Creo que la alegría tiene que ver con el derecho a una vida digna, a una vida alegre. Culturalmente venimos de una estructura donde se nos promete que habrá una vida alegre después de la muerte. Es increíble porque hemos vendido nuestra vida única a cambio de una que nadie nos va dar. Trabaja, sacrifícate, sé carne de cañón para el sistema durante esta vida que después vendrá el paraíso. Pero el paraíso es ahora o nunca.

Esta tarde charlará sobre La fantasía del amor incondicional y la monogamia como norma cultural.

—Me interesa mucho que empecemos a mirar la monogamia no como la naturaleza humana, sino como un sistema de organización de la sociedad. Es un sistema convencional y normativo que fuerza los ritmos vitales y las pasiones dentro de una estructura de comportamiento que se considera necesaria para el orden social. Si tenemos la capacidad de reconocer esto podemos vivir en monogamia muy felices. Pero es fundamental no confundir términos, sobre todo porque si los confundimos pasarán cosas como que si una persona tiene un intercambio afectivo con otra sentiremos el estigma de que nos han salido cuernos en la cabeza. Es necesario comprender de forma no ideológica, porque si interpretamos todo desde la ideología de la monogamia vamos a sufrir mucho, vamos a dejar de amar mucho y vamos a sentir que los demás nos hacen cosas terribles cuando simplemente están viviendo una vida propia.

¿El amor incondicional es una fantasía? Se suele atribuir a las madres.

—Me atrae la idea de la fantasía del amor incondicional. La leí en un texto de Donna Haraway donde ella hablaba de perros. Decía que cuando fracasaba nuestro intento de llevar a cabo de forma exitosa la fantasía de amor incondicional con humanos, los trasladábamos a los perros. Los perros son los únicos que me amarán incondicionalmente. Ese ser no humano era el heredero directo de lo que no conseguíamos trasladar en lo humano. El amor tiene que tener condiciones de bienestar, desde luego, también creo que hay que tener cuidado de que no se convierta en el otro extremo, en un contrato lleno de condiciones. ¿Qué espacio hay, si no, para el afecto amoroso si estamos negociando condiciones constantemente? Tiene que haber un afecto que atraviese las condiciones, porque este afecto es lo revolucionario, lo que hace que cambiemos nuestros puntos de partida.