Pablo Mielgo dirige la Orquestra Simfònica de les Illes Balears (OSIB) desde 2014. | Pere Bota

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El ciclo Estius Simfònics vuelve a Bellver, la Caja de Música parece que marcha a buen ritmo y la convocatoria del primer Concurso Internacional de Canto Joan Pons está siendo un éxito. La Orquestra Simfònica de les Illes Balears parece que pasa por uno de sus mejores momentos. Su director, Pablo Mielgo, repasa las principales claves de la actualidad.

La Simfònica ha regresado ya a la normalidad, con la vuelta a Bellver de los Estius Simfònics.
—La transición del Covid para nosotros fue buena, en el sentido de que seguimos trabajando sin parar, el año pasado pudimos hacer una temporada prácticamente normal y esta temporada ha sido muy buena. El público regresa poco a poco y el verano era una apuesta a devolver un poco la sensación de que estamos cada vez más cerca de lo que sentíamos hace dos años cuando íbamos a un concierto. Y qué mejor que volver a Bellver, un sitio tan especial para nosotros y con una temporada extendida, la más larga que hemos hecho, incluyendo verano y temporada regular.

¿Qué destacaría de esta edición de los Estius Simfònics?
—El verano siempre tiende a tener un punto más lúdico y la programación es un poco más ligera. Le damos este año cariz muy vocal, como el año pasado, por los acuerdos con importantes óperas y festivales internacionales, como puede ser Salzburgo, el de Maggio Musicale Fiorentino o de la Ópera del Teatro de Zúrich, y, a su vez, queríamos poner en valor la figura de Joan Pons con la primera edición de su Concurso Internacional de Canto, certamen bianual que ha sido un éxito. Estamos muy contentos.

Algunos de los nombres más destacados del cartel veraniego son el violinista Pinchas Zukerman y el pianista Jan Lisiecki.
—Uno es una leyenda del violín, uno de los violinistas en vida más importantes que existen y el otro, aunque es joven, es un pianista ya muy consolidado. Además, cerramos con Beethoven 4 y Beethoven 5, muy populares. Pero también podríamos destacar otros títulos, como el de Lucia di Lammermoor, de Donzietti; las galas líricas; tenemos de nuevo los dos ganadores de Operlia, Xabier Anduaga y Pretty Yende; el maravilloso dúo cómico Igudesman & Joo...

¿Es una buena manera de acercar la música al gran público?
—La música clásica no es de élites. De hecho, el estilo musical que abarca 350 años es un lenguaje universal que si viéramos semanalmente la cantidad de público que atrae en todo el mundo nos sorprendería cuánta gente se acerca a escuchar una sinfonía o un piano. Escuchar una orquesta es un milagro por lo que supone en la sociedad en la que vivimos, tan digital, cada vez menos artesanal. El hecho de que podamos escuchar algo que está hecho directamente por el ser humano a través de un trozo de madera o de metal, con su propio estudio y su propia habilidad, es un milagro que cada vez se tiene que apreciar más. Ya no solo el directo, sino la capacidad del ser humano de producir arte. Porque cada vez usamos más herramientas tecnológicas que son más perfectas pero menos auténticas.

¿Hay miedo a la música clásica?
—Creo que el problema es que se le han puesto una serie de apellidos a la música. Empezando por el de clásica. Eso es como decir que el arte es todo clásico. Tocamos piezas del siglo XX y del XIX. Es una terminología que se ha extendido, pero abarcamos 350 años de música, hasta nuestros días. Llamar clásico a 350 años de historia es como saltarse demasiados estilos. La gente quiere llamar de alguna manera a la música, pero la música es música. Es el mejor apellido que tiene. Pop, indie, rock, jazz... En esencia todo es lo mismo. La gran diferencia, probablemente, es que si vienes a escuchar una orquesta, la tienes que escuchar.

Y nos cuesta mucho escuchar.
—Sí, ese es el gran miedo que se tiene. No es el estilo, ni la música que se ofrece, simplemente es que no estamos acostumbrados a estar 30 o 50 minutos seguidos en silencio escuchando.

Antes comentaba el éxito del Concurso Internacional de Canto Joan Pons. El certamen cuenta ahora con más de 40 finalistas de 22 países, con tres artistas de las Islas en la fase final.
—Sí, tenemos participantes de todo el mundo. Los de Baleares son Celia Cuéllar, Biel Mas y Cristina Van Roy. La selección no se ha hecho en base a criterios geográficos, lo cual es muy positivo. Hay pocos certámenes de este nivel. Lo que marca el nivel de un concurso es el jurado y el nivel de los candidatos, que va en correlación con lo primero. En primer lugar hay que tener un jurado internacional, que tenga impacto y se global. La única parte del mundo que no hemos tocado porque no sabíamos en qué condiciones nos encontraríamos por Covid, es Asia, aunque sí hay candidatos. De hecho, creo que un tercio son asiáticos. China y Japón tienen un gran mercado lírico, pero no nos quisimos arriesgar por la pandemia. Además, los candidatos tenían que tener, a pesar de su juventud, pues es hasta los 30 años, un gran bagaje cultural.

La gran final se celebrará el 19 de junio en el Palau de Congressos en un formato de gala lírica. ¿Cómo la han planteado?
—Será como una especie de Eurovisión. Sale el primer candidato de los 42 que llegan presencialmente. Hay dos primeras fases que son los cuartos de final, de los cuales pasarán a las semifinales alrededor de quince o veinte. Y de la semifinal a la final pasarán entre cinco y siete. Cada uno cantará dos arias con la orquesta. Habrá cinco premios, uno de ellos del público, que votará telemáticamente, y uno que el propio Joan Pons entregará si hay un barítono con proyección.

Hace casi un año se colocaba la primera piedra de la Caja de Música, la que será vuestra casa. ¿Os sentíais huérfanos, en ese sentido?
—Sí. Ten en cuenta que va a ser la sede de la Simfònica, que nunca ha tenido una. Va a ser una sede donde el público va a venir, donde podremos hacer varias actividades, cosas que hasta ahora no podíamos hacer. Siempre estábamos pendientes de alquileres. Había mucho lío, mucho estrés en cuanto a la producción y también a nivel económico. Los artistas tienen un calendario que a veces no coincide con la disponibilidad del espacio. Ahora, en cambio, tendremos nuestro sitio y también tendremos por primera vez juntos la oficina, el almacén, el archivo, la sala de ensayo y un espacio para los músicos para desarrollar actividades de cámara o de estudio personal, por ejemplo. Y el parque exterior que, gracias a la proyección hacia fuera, hará que podamos tener más público.

Dirige la Simfònica desde 2014 y en mayo de 2020 le renovaron por tres temporadas más. ¿Qué balance hace de este tiempo?
—Cuando aterricé la orquesta estaba en un momento muy complicado, salía de una crisis muy fuerte, tanto interna como externa, con problemas institucionales que todo el mundo conoce. De hecho se planteó la desaparición de la Simfònica. Mi primera etapa fue de análisis para ir cambiando la situación, porque cualquier cambio que se hace en una institución lleva tiempo. La segunda parte del análisis era la importancia de tener una sede, algo que se empezó a trabajar en 2015. Luego, había que consolidar la calidad artística no tanto de sus músicos, que ya estaba garantizada, sino de la programación, que tenía que ser extensiva y llegar a todos los públicos y a todas las Islas. Asimismo, había que trabajar la imagen de la Simfònica, acercarla al público y hacer que tuviera presencia institucional y social, que la gente supiera que existe. Ahora nos encontramos en una fase extraordinariamente ilusionante porque es un gran cambio: el edificio le va a cambiar completamente la cara, las tripas y todo. Y eso coincide con el relevo generacional, con las jubilaciones que están por llegar, pues hay que tener en cuenta que la formación tiene 35 años. Es un momento extraordinario y de mucha ilusión.