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Un niño rico se precipita al mar desde el lujoso crucero en el que viaja. No tarda en ser recogido por un pequeño pesquero, donde deberá trabajar para ganarse el pan. En compañía de su tosca tripulación, en especial de un marinero portugués que lo acoge como un padre, el chico recibirá una impagable lección de valores y amistad. Basada en la novela de Rudyard Kipling, Capitanes intrépidos entremezcla una trama marinera, a lo Jack London, con un tierno pero profundo drama. Víctor Fleming la trasladó a la gran pantalla en 1937, hace 85 años, rubricando una conmovedora película que logró instalarse en el corazón de varias generaciones. De su reparto destaca un Spencer Tracy en estado de gracia, y en un papel secundario pero de enorme trascendencia despunta un jovencísimo Mickey Rooney (a solo a dos pasos de convertirse en estrella) dando vida al grumete Dan.

 Si echo la vista atrás, Capitanes intrépidos sea muy probablemente mi primer recuerdo cinematográfico, y Mickey Rooney uno de los actores que me convulsionó de una forma más especial en aquellos días. No solo por su caracterización en esta historia de hombres rudos pero honestos, puesto que también protagonizó dos títulos que llamaron poderosamente mi atención: Forja de hombres, donde, por cierto, repetía con Spencer Tracy; y Las aventuras de Huckleberry Finn, excelente adaptación de otra de mis novelas de cabecera de adolescencia.

Fotograma de la película ‘Capitanes intrépidos’, que cumple 85 años.

 Tracy y Rooney formaron parte del engranaje del Hollywood dorado, artífice de historias que sembraban en la mente infantil conceptos como la amistad, la lealtad, el valor, la caridad... Realmente en aquella época no necesitábamos unos padres perfectos, teníamos el Cine. Películas como Capitanes intrépidos golpeaban la conciencia con mayor eficacia que la mayoría de cintas actuales. Eran otros tiempos.

 La historia transcurre a bordo del We’re Here, una goleta de tres palos que faena en las gélidas aguas del Atlántico Norte. Aunque el cineasta lo presenta, más bien, como el barco escuela donde el imberbe y malcriado hijo de un magnate (formidable Freddie Bartholomew) se transforma en un hombre de profundos valores. Tracy es el artífice de semejante mutación, interpretando con brillantez el papel de un resuelto hombre de mar, hacedor de melancólicas canciones, un tipo que habla lenta y gentilmente sobre las chicas bonitas de Madeira ‘que lavan la ropa en los arroyos de la isla, a la luz de la luna’.

Blanco y negro

La airosa arboladura de la goleta, avanzando rauda contra un cielo sombrío -acentuado por el formato en blanco y negro- vuelve a mi memoria ahora que estoy más cerca de la edad de Manuel que la de Freddy. Ya saben, demasiado viejo para ser joven, y demasiado joven para ser viejo. También acuden a mi mente los deliciosos pasajes líricos de Kipling, que Fleming transformó en una prosa eficaz para la gran pantalla. Inolvidable ese plano de la mañana, cuando el mar se envuelve en la gasa de la bruma y repican las campanas, comienza el ballet de la tripulación y el barco lento y majestuoso se aleja del muelle. De niño, me imaginaba a bordo. Siempre estamos a tiempo de regresar a ese despreocupado lugar, vergel de juventud. Basta revisitar esta deliciosa historia que transforma en hombres a los niños, y en niños a los hombres.