Imagen promocional del reconocido conjunto Cuarteto Quiroga.

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Hace años que el nombre de Cibrán Sierra figura entre los grandes referentes del violín. El ourensano forma parte del prestigioso Cuarteto Quiroga –Premio Nacional de Música 2018–, uno de los embajadores más activos de la cultura musical española en el concierto internacional. Sierra atiende a Ultima Hora desde su domicilio en Salzburgo (Austria), donde ocupa la plaza de Catedrático en la Universidad Mozarteum. El Cuarteto Quiroga cerrará el festival BTHVN el 30 de octubre (20.00 horas) en la iglesia Monti-sion de Pollença.

Su agenda parece la hoja de vuelo de un Boeing 747, ¿no echa de menos un poco de monotonía?

—Hemos tenido el parón más largo de nuestra historia por culpa de la crisis sanitaria, así que estamos contentos de que ahora nuestra agenda se parezca a la hoja de vuelo de un Boeing.

Se dice que los violinistas tienen una relación muy personal con su instrumento. ¿Es su caso?

—Sí, los músicos de cuerda solemos usar instrumentos antiguos que tienen una larga historia a sus espaldas, somos pasajeros en la vida del instrumento. Me gusta pensar que somos nosotros quienes pertenecemos un tiempo al instrumento, y no al revés. El mío es prestado por una familia italiana, es un violín del maestro Amati hecho en 1682, y tiene una historia muy bonita porque perteneció a Arnold Rosé, el concertino de la Orquesta Filarmónica de Viena.

Decía Von Karajan que Bach es la medicina de los músicos.

—Sí, pero cualquier compositor es de alguna manera medicinal para el alma. En Bach se recoge todo el legado previo a la obra que le precedió, por eso se dice que en Bach está todo, y eso lo hace especial.

¿Le deprime el panorama que se le viene encima a la cultura?

—Estamos viviendo una situación preocupante, y la cultura se ve afectada de manera radical. No se entiende la importancia fundamental que tienen las actividades culturales, tanto para el desarrollo económico como para el personal. Una cita de Brecht que encaja es: «El arte no es el espejo en que se mira la realidad sino el martillo que la esculpe».

¿Lo que está en la partitura es música, o solo es música cuando es interpretada?

—Una partitura no es música, es una representación escrita de la imaginación sonora de un compositor. Los intérpretes la convertimos en música al interpretarla, y cada vez que lo hacemos le damos una lectura diferente.

¿Existe un relevo generacional real entre el publico de música clásica?

—Siempre se ha dicho que hay demasiadas canas poblando los asientos de los teatros, llevo veinte años oyendo esto, pero, obviamente, sí que existe un relevo generacional.

¿Piensa en el primer día que una ovación le dejó petrificado?

—Uno es feliz cuando el público te recibe con calor, pero la verdad es que no recuerdo ninguna ovación en particular. Hacemos música con la mayor honestidad posible, las ovaciones no están en nuestra cabeza.

¿Qué porcentaje de su vida ha pasado ensayando?

—Pues toda una vida, desde que era pequeñito. En todo caso es un porcentaje feliz.

Si sus pesadillas tuvieran partitura, ¿quién la habría escrito?

—El silencio.

Suba a un DeLorean y elija fecha y destino…

—Es muy difícil. Creo que a todos nos gustaría conocer a Haydn, es el padre del cuarteto de cuerda.

¿Le entran ganas de invadir Polonia al escuchar un violín desafinado?

—Nunca me entran ganas de invadir nada (risas).

¿De qué es más fácil convencerle?

—De hacer música de cámara. Es una propuesta a la que cualquiera de mis colegas nos apuntaríamos.

¿Y en qué se muestra intransigente?

—Soy intolerante con la intolerancia

Si pudiera resucitar a un compositor, ¿cuál escogería?

—A Haydn, me interesaría saber como percibe la realidad musical del siglo XXI. También a Beethoven.

¿Siente que ha superado la línea en la que ya no tiene que demostrar nada a nadie?

—Me tengo que demostrar cosas a mí mismo. Siempre hay que tratar de mejorar para darle a los demás lo mejor de uno mismo.