Portada de ‘Bloodflowers’, de The Cure. | Archivo

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Piénselo: ¿cuántas bandas de culto han alcanzado el éxito masivo? Así, a bote pronto, pienso en The Smiths, Depeche Mode, R.E.M. y Joy Division. Y estos últimos, como tantos otros, ni siquiera lo hicieron en vida. Que la veneración del público por un determinado artista sobrepase los límites de lo racional, hasta transformar su obra en una religión alternativa, no es sencillo. The Cure lleva años liderando esa distinguida élite.

Este año se cumplen 20 años de la publicación de Bloodflowers. Un disco intenso y emotivo, en el que la banda del taciturno Robert Smith regresaba a las texturas densas y sonidos melancólicos, con letras que hablan de hartazgo y el desamor, en lo que es quizás su último gran LP.

Malditas

Algunas obras nacen malditas, sucedió con Bloodflowers, un álbum que en palabras de Robert Smith llegaba para cerrar la trilogía oscura que inició Pornography en 1982, y siguió con Desintegration en el 89. Afirmarlo fue un considerable error estratégico. Como también lo fue anunciar a bombo y platillo que el elepé sería el canto del cisne de The Cure, su adiós definitivo. Obviamente no fue así, y todo ese ruido impidió que el álbum fuese examinado por sus propios méritos.

Le cayeron muchos palos de gente incapaz de encontrar en él argumentos para ser el digno epitafio al tríptico que formaba junto a sus predecesores. Y lo cierto es que el álbum no desentonaba en esa terna. Bloodflowers era una obra notable, la ‘banda sonora para el fin del mundo’, tal como lo bautizó el semanario inglés Melody Maker. Destacan en este disco canciones como Out of this world, Maybe someday y The last day of summer, todas ellas armadas con una una lírica y sonido penetrantes, que te arrastran a un mar tempestuoso donde no hay nada a lo agarrarse, en el que la única opción es dejarse llevar.

Luminoso

Y es que, tras su anterior álbum, el luminoso Wild moon swings, la oscura, masoquista y plañidera parroquia de los Cure por fin podía volver a experimentar aquello con lo que más disfruta: la melancolía. Por ello, aún hoy, 20 años después, es necesario seleccionar cuidadosamente su momento de escucha.

No se trata de un disco liviano y despreocupado, para pasar el rato, su honda tristeza nos puede coger desprevenidos y arrastrarnos a un pozo oscuro del que ni la soleada Friday I’m in love podría rescatarnos. Es mejor prepararse antes de accionar el play y abrir la puerta a los fantasmas que habitan sus canciones. Habitantes de paraísos perdidos, heridos por la nostalgia de lo irrecuperable, seres que pueden inocular el virus de la melancolía y chafarle el día al más pintado.