Por momentos se le vio poco fiero y algo taciturno, pero por increíble que parezca va en sintonía consigo mismo y, por descontado, con su obra. Basta escudriñar las letras de sus canciones para advertir que bajo el confeti se esconde un grito de nostalgia por lo irrecuperable. | Pilar Pellicer

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Sonó el primer acorde de Y nos dieron las diez y nos olvidamos de los problemas mundanos, aunque el ticket costase un ojo de la cara.

Y es que mientras Joaquín Sabina canta cuesta reparar en otra cosa que no sea él y su música sanadora, como ese ritmo bello y tierno que le dio a Cuando era más joven, el tema que abría la noche, que sonó menos visceral que en su ropaje original. El genio andaluz volvió a convocar a los espíritus que habitan en su garganta, para ofrecer una buena muestra de ese talento que, llevando la contra al reloj, gana con los años, como la uva de Burdeos.

Arrancaba una velada mágica, en la que sólo faltaron las columnas de humo y el olor a alcohol de los tugurios que tanto gustan al artista. Enjuto y desgarbado, Sabina se plantó bajo el haz de luz del Palma Arena para dar inicio a un concierto que congració a 4.000 de sus fans con su repertorio tenaz, consistente y arraigado al imaginario popular. Se podrá decir que su voz no brilla como antes, pero como siempre la tuvo quebrada el tiempo apenas puede mellarla.

Ya no necesita gritar para decirnos que ha vivido y cantado como si ambas cosas fuesen sinónimas. Y aunque a veces parece afrontar su oficio como un quehacer cotidiano, una ocupación prosaica desprovista de dimensión mitológica, su pasión desvela un compromiso más allá de lo material y tangible. Por momentos se le vio poco fiero y algo taciturno, pero por increíble que parezca va en sintonía consigo mismo y, por descontado, con su obra. Basta escudriñar las letras de sus canciones para advertir que bajo el confeti se esconde un grito de nostalgia por lo irrecuperable.

Su repertorio transmite esa sensación barnizada con sabrosos ritmos, que sonaron espléndidos con ese toque de folk ligero y elegante en Quien más, quien menos; con la guitarra punteando fina y su voz cobrando protagonismo en Lo niego todo; marcando territorio con un clásico menor en La del pirata cojo; saltando al pop en No tan deprisa; y al rock en Lágrimas de mármol, sin que ninguna pareciera suponerle un gran esfuerzo.

Legado

Sabina salió victorioso del único reto que de verdad importa: convencer al público de que su legado sigue vivo. Aquello que es dolor, aquello que es amor, aquello que es esperanza, aquello que, en definitiva, es vida, todavía tiene sentido a través de su música. El gran sanador está muy vivo. Es por ello que, como los grandes, puede prescindir de alguno de sus himnos, temas que muchos esperaban como agua de mayo. A estas alturas, puede hacer cuanto le venga en gana. Faltaría más.

La banda, impecable como el servicio de un hotel de lujo, marcó los acentos de la noche colmando todas las expectativas. Y en cuanto al maestro, hizo justicia a su leyenda de hombre de gran carisma y amenizó los ‘entreactos’ con su habitual mordacidad, llegando a deslizar una jugosa anécdota sobre este diario, del que fue redactor. Fue una velada para enmarcar, una especie a extinguir en estos tiempos en los que la meritocracia musical brilla por su ausencia.