TW
1

No hubo ni quebrantos, ni combates; ni siquiera dio juego la ausencia del ministro José Ignacio Wert, solo un canon de emotividad para el cuerpo y un canon de libertad para la mente: Las actrices lloraron, rieron y algunas evocaron el pronombre personal, femenino, plural: nosotras. Detrás, la sombra del aborto.

Hasta hubo un topless, eso sí, de plástico, que recordaba al grupo feminista Femen y su peculiar forma de protesta contra la violación de los derechos de las mujeres pero que en la gala del cine español estaba protagonizado por un hombre, con corona de flores y pechos, falsos, tatuado por el IVA porque es «sagrado», gritaba el actor con ironía mientras lo sacaban del escenario.

Y llegaron las lágrimas. Las más abundantes fueron de primeriza, las de Natalia de Molina, mejor actriz revelación por «Vivir es fácil con los ojos cerrados», que con solo 21 años dio las gracias sin parar, pidió perdón, y tuvo frase: «Yo no quiero que nadie decida por mí», en clara crítica a la actual Ley del Aborto.

Aunque para perífrasis, la retahíla de Marián Álvarez, Mejor Interpretación Femenina por «La Herida», quien al recoger el goya comenzó su discurso sin soltar el posesivo: «gracias a mis actores», «gracias a mi equipo técnico».

Siguió con una declaración de amor-laboral al director de fotografía Santiago Racaj: «No va a haber premios en este mundo que te dé lo que me has dado tu a mi"; y terminó con: «No vamos a permitir que nadie decida por nosotras».

El paso de las lágrimas noveles a las veteranas llegó con la Mejor Actriz de Reparto. Vestida de rojo cardenal, se levantó seria, besó nerviosa a su hijo, atusó a Javier Bardem mejillas y nuca y mostró mejor que nadie su perfecta manicura.

Terele Pávez se tapó la cara y lloró hasta que el auditorio acalló aplausos y entonces, solo entonces, se oyó su respiración entrecortada, que ella atajó, de pronto, con una carcajada magistral para sorpresa de presentes y televidentes.

La mejor actriz de reparto por «Las brujas de Zugarramurdi» retomó la emotividad cuando recordó sus 74 años y los 60 que lleva «en esto» y cuando le habló desde el estrado a su hijo: «Decirte, hijo mío, que todo esto ha sido por un sonrisita tuya. Fíjate», exudando confianza en sí misma.

Y si hubiera un goya a la emotividad masculina ese habría sido para Javier Cámara quien, de la risa al llanto, salió a recoger la primera estatuilla de su carrera por «Vivir es fácil con los ojos cerrados» y hasta tuvo que detener su discurso unos segundos porque, según confesó: «he soñado este momento varias veces».

Así que la ceremonia más importante del cine español fue de mucho predicamento, poca chanza y cero aviesa. Su arranque quiso acercarse a un concierto de rock pero se quedó en un aplauso escueto, tintado por el juego de luz y color del escenario que estrenó Manel Fuentes, quien no se puso la máscara, ni la combativa, ni la enrollada, ni la de pestañas. Solo ropa «prestada» y palabras de amor al cine.

Ni siquiera Javier Bardem, normalmente ultraprogre, utilizó la inquina. Se limitó a calificar de ministro de «anticultura» al ausente José Ignacio Wert.

Hasta los últimos acordes fueron vacuos, los aplausos se confundieron con el sonido de las palomitas.