Escritor incansable. Cristóbal Serra, en el rincón de su casa de Palma en el que escribía, y como ‘honoris causa’ por la UIB en 2006. | Teresa Ayuga

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Era un trabajador incansable. De aquéllos que tratan de robarle horas al día para acomodarse en su sillón y dar rienda suelta a una pluma estilográfica cargada de mediterraneidad, de sabiduría solitaria y de inquietud espiritual. Cristóbal Serra (Palma, 1922), una de las voces mallorquinas más importantes de la literatura en castellano, falleció anteayer por la noche en Palma y hoy será enterrado en Andratx. Según contaba ayer su amigo el editor Andreu Ferrer, desde que el pasado mes de mayo había sufrido una caída, «su salud había mermado mucho, llevaba una vida muy precaria, de la casa al sofá y al revés, pero con ayuda, no podía moverse solo y estaba muy decaído».

La genialidad del carácter del ensayista y poeta, teñido de dualidades y de buen humor, hacen justicia a una obra surrealista, ajena a las modas y rendida al juego imaginario que siempre tuvo más seguidores fuera, según él mismo reconocía, y por la que se que le calificó como «castellanista, sólo porque escribo en el idioma que me formé». Licenciado en Derecho y Filosofía, Cristóbal Serra se inició en la literatura en 1957 con Péndulo, una obra que 53 años después dio nombre a un documental en el que el cineasta Miguel Ángel Abraham repasa la vida del escritor a partir de una entrevista filmada en 2006. Después llegaron Viaje a Cotiledonia (1965), Diario de signos (1980), Signario (1980), Borrador del puerto (1980), Augurio Hipocampo (1994), El asno inverosímil (2002), Abc de micrologías (2008) y, más recientemente, la traducción de Poemas y Prosas. William Blake. Símbolos y Fuentes (2010). En 1996, en las más de 700 páginas de Ars Quimérica, se recogió la obra completa del autor, que en 2000 publicó Visiones de Catalina de Dülmen, una biografía narrada de Jesús que aporta noticias ajenas a las de la Biblia. En los últimos años, la editorial Cort reeditaba sus «obras más selectas» con anotaciones del propio autor «y han quedado proyectos pendientes», apuntó Ferrer, quien, en estas semanas de dolor, le visitaba a menudo: «No quería ver a nadie».

Serra siempre tuvo tendencia al neologismo, para él no eran suficientes las palabras del diccionario. Admiraba el castellano porque «es muy superior a su literatura» y huía del abuso de la lógica y el análisis. Fue un «raro», así se definía; también como «un asno-maníaco, poeta crepuscular, lacedemónico y salmón saltarín». Amante del jazz, fue un ermitaño irónico y melancólico que siempre creyó que su destino era la soledad, que defendió el valor de un escritor por lo que escribe y no por su uso de una u otra lengua. Serra tuvo una mirada crítica, pero silenciosa, hacia las ideologías, se situó siempre en la contrariedad y nunca escondió su atormentada personalidad, una característica que dijo compartir con otro mallorquín, Ramon Llull.

Precisamente, el Govern le concedió el Premi Ramon Llull en 2000 y la Universitat de les Illes Balears le invistió doctor honoris causa en 2006.

Serra destacó por su faceta como traductor. Además de a Leon Bloy, tuvo la oportunidad de traducir a los autores a los que admiraba: Lao-Tse, William Blake, Herman Melville, Jonathan Swift o Henri Michaux. Contó con el respaldo internacional de Octavio Paz, también de Juan Perucho o Pere Gimferrer, de críticos como Rafael Conte y, en Mallorca, tuvo relación estrecha con Camilo José Cela, Robert Graves, Antoni Serra o José Carlos Llop.

El escritor será recordado como un hombre de carácter risueño que vivía la literatura con una tensión extenuante y que siempre agradeció que se le aplazará la muerte. Así ganaba un día más de trabajo.