El intérprete catalán actuó el sábado de madrugada en Porreres, ante más de dos mil personas. | P. Pellicer

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Emplazada en el Parc de N'Hereveta de Porreres, la velada del sábado 3 de julio tuvo parada en tres estaciones: Alma Sonora, Jaime Anglada y Loquillo. Mientras los grandes festivales siguen a la greña para ver cuál logra armar el cartel más estelar, la liga de los modestos continúa sacudiendo la escena balear. Son pequeños seísmos que suplen la falta de intensidad presupuestaria con notables cataclismos artísticos.

Motivado por la disputa del partido de la selección española, la organización dispuso una pantalla gigante para que el público pudiera seguir las evoluciones del choque. Una vez confirmada la presencia del combinado nacional en el bombo de semifinales, la formación Alma Sonora inauguró la tanda de conciertos al filo de las 22.30 horas. Los mallorquines buscan su destino a través de versiones de hypes de bandas míticas de los setenta como Deep Purple o Led Zeppelin; a continuación, Jaime Anglada subió al escenario los temas de su última producción, Stereo (2010), carisma y entrega al servicio de un rock musculado. Finalmente, rebasada la medianoche y ante un aforo que rondaba las 2.500 personas, irrumpió Loquillo enfundado en la gira que conmemora sus tres décadas al frente de la escena del rock estatal. 30 años Rock'n'Roll Star es un traje a medida de espaldas anchas y corte entallado que bucea a fondo en los archivos del músico y que, a lo largo de más de dos horas, incendió la noche de Porreres.

Icono del rock

Actitud combativa, pose de divo superviviente y una preponderancia torrencial. Ése es Loquillo. Un auténtico animal escénico que utiliza constantemente una primera persona que se desborda con ese indisoluble toque de altivez. Su figura devino icono en la cultura del rock de los ochenta y, sin embargo, hace años que desertó del prototipo idealizado de rocker chulaperas que, enfundado en camiseta imperio, se desgañitaba cantando aquello de «Yo para ser feliz quiero un camión». No en vano, lleva metido en otras movidas desde hace más de una década.

Su nueva etapa, marcada por el idilio con la poesía, se originó en los noventa y se consolidó con el disco Con elegancia, donde musicó la poesía de Gil de Biedma, Benedetti o Papasseit. Su recorrido musical alcanzó estaciones como María, Pégate a mí o Las calles de Madrid, pero también recurrió a pasajes más íntimos como Cuando fuimos los mejores, El Rompeolas o Memoria de jóvenes airados.

Qué confortable vértigo sientes cuando alguien que maneja con precisión los hilos invisibles de la música te hace perder la noción del tiempo y del espacio. Es una sensación distinta al excitante cosquilleo que proporciona un flechazo pop. Tampoco es como ese cegador chispazo que acompaña al descubrimiento de un ritmo. Esto se parece más a un rapto y es mucho más íntimo. Y sólo lo logran artistas que, después de años comiendo, respirando, durmiendo y soñando música, descubren algo que la inmensa mayoría de compañeros de oficio ni tan siquiera intuyen. Eso que ya percibimos en los discos de Dylan, Van Morrison y tantos otros. Loquillo ingresó hace años en esa etérea élite.