El ejercicio 2022 ha supuesto, tal y como estaba previsto, un avance significativamente en la ‘normalización’ de los niveles de actividad y empleo que había dos años atrás. Sin embargo, el rasgo más significativo del ejercicio descansa en un aspecto menos tangible: el cambio en la toma de decisiones, públicas y privadas, de empresas y hogares.

Y es que, lejos de tomar decisiones con información limitada o riesgos mensurables, como estábamos acostumbrados, 2022 ha obligado a los actores regionales a recorrer otro ejercicio con incertidumbre, ignorando, de nuevo, variables relevantes. Los miedos a la inflación y al déficit se han reemplazado por una preferencia por una economía dopada con generosos estímulos monetarios y fiscales, la competencia por tener los tipos impositivos más bajos se ha visto reemplazada, han resucitado las políticas industriales y se ha pasado de hablar de flexibilidad en el mercado de trabajo a promover intervenciones que refuerzan el salario mínimo y el poder negociador de sindicatos y trabajadores.
Esta redefinición se ha visto legitimada no solo por las dramáticas urgencias derivadas de la pandemia, sino también por la compartida insatisfacción ante la creciente desigualdad e inseguridad personal y social, la guerra o la propia polarización política. Es así como se ha priorizado la seguridad (de suministro) frente a la eficiencia que brindan las cadenas de valor globales, o se ha limitado el poder de las grandes empresas tecnológicas vistas en un pasado muy lejano como fuentes de innovación y crecimiento. Desde esta perspectiva, se puede decir que 2022 ha constatado que estamos ante un cambio de paradigma.

En este nuevo escenario, puede la sensación de que ya no se trata de tener mejores diagnósticos, más datos y estrategias, pues la única vía posible para vencer la creciente incertidumbre parece que ser aplicar el método de prueba y error. Así lo aprendimos durante los primeros compases de la pandemia: confinar, desescalar, vacunar, sostener…

Sin embargo, la prueba-error no parece la mejor estrategia para conciliar los intereses contrapuestos que deberían acompañar la transición hacia unas islas más prosperas, inclusivas, equitativas y sostenibles. Y es que, para conseguir que, en este nuevo escenario, Balears realmente sea mejor hace falta mucho más que buena voluntad. Serán necesarias reformas, inversiones y cambios que, inevitablemente, producirán costes, ganadores y perdedores. Entre otras cosas, porque vivimos una realidad compleja, donde las decisiones, procedan del ámbito que procedan, no solo tienen más consecuencias de las buscadas, sino también efectos imprevisibles e incluso indeseadaos. Ni en el viejo ni en el nuevo paradigma hay nada gratis.

No cabe, pues, espacio para la complacencia, a pesar de que el 2022 ha legado un balance económico regional mejor de lo esperado. Balears se ha mostrado, ciertamente, más resiliente de lo previsto ante un escenario global francamente complicado, marcado por la concurrencia simultánea de múltiples perturbaciones adversas. Prueba de ello, es que la economía balear ha conseguido mantener la senda de crecimiento en terreno positivo, habiendo mejorado los marcadores del ejercicio anterior (11,2% vs 9,8%, 2021). La actividad económica ha encontrado soporte también en el mercado de trabajo, que ha sorprendido positivamente, tanto por la cantidad de puestos de trabajo que se han creado (10,5% vs 2,4%, 2021), como por la reducción de la temporalidad, lo que ha ayudado a sostener el consumo. No en vano, el número de trabajadores afiliados a la Seguridad Social ha seguido ampliándose por encima de los registros prepandemia (+3,3%).

A la creciente normalización ha contribuido también el éxito de la campaña de turística, así como el lento pero progresivo restablecimiento de las cadenas globales de suministros y el estímulo derivado la política fiscal desplegada para combatir la crisis energética y el alza de los precios. De hecho, el rápido ajuste de los mercados energéticos al shock derivado de la invasión rusa y un invierno más templado de lo habitual ha permitido que los precios energéticos se hayan moderado más de lo esperado -y con ello los costes de transporte y la inflación-. Todo ello ha disipado la probabilidad de una desaceleración intensa del crecimiento económico y ha alejado el riesgo de recesión que pronosticaba en otoño la Comisión Europea para el conjunto de la UE-27.

Sin embargo, el año se despide restando fuerza a las perspectivas, dejando atrás la fase de expansión, para dar paso a una fase de desaceleración del ciclo, tal y como atestigua el hecho de que a finales de año menos de la mitad de los indicadores de actividad regionales lograban acelerarse en términos interanuales (39,5% vs 40,0%, 3º trim.). Y es que las tensiones que el encarecimiento de los precios finales sigue provocando en la capacidad de gasto y el consiguiente incremento de la factura de capital derivado de un escenario de tipos de interés e incertidumbre al alza, están provocando, inevitablemente, un deterioro de la economía de cara a los próximos trimestres. No en vano, la inflación subyacente da muestras de no haber tocado techo, pues se ha acelerado en la recta final del año (6,7% vs 6,6%, 3º trim.), poniendo de manifiesto la traslación del repunte desde las partidas más volátiles -como los productos energéticos- hacia las partidas más estables -como son los alimentos elaborados-. Este hecho ha repercutido, de manera especial, sobre la cesta de productos de compra frecuente por parte de las familias de las islas, pues ha acogido incrementos de precios superiores al 10% en 20 de las 27 rúbricas, como la leche (29,6%), los aceites y grasas (24,3%), el azúcar (24,9%), los cereales (19,6%), los huevos (17,7%) o la carne de ave (17,7%).

Ciertamente, y visto con cierta perspectiva, el año que termina no ha hecho sino elevar los contrastes: por un lado, el de la relativa estabilización, pero, por otro, el de la fricción en otros ámbitos nada desdeñables. Así, en lo económico, sobresale la latencia de un shock de oferta que tendrá impactos sobre el crecimiento potencial de la economía, sobre el empleo, las cuentas fiscales y la distribución de la renta. En lo social, resalta el creciente auge de preceptos regresivos que pretenden mejorar la distribución con menos crecimiento. Y, en lo ambiental, destacan las imprescindibles políticas de descarbonización y sus consecuencias sociales y económicas. Todas estas fricciones pueden ser manejables, pero se necesita de un planteamiento tan holístico como estratégico.l