Tenía que ser el año cero, el del reinicio después del apagón generalizado, el año en que tendríamos que comenzar a caminar después del golpe pandémico que nos dejó paralizados. Pero lamentablemente, en 2021 tuvimos que hacer las mismas anotaciones en el listado del debe que en el del haber. Sí, nos despertamos del golpe e intentamos levantarnos del suelo, pero las fuerzas nos fallaban, a duras penas nos mantuvimos en pie debido a los continuos achaques de una enfermedad de la que descubrimos que no es tan sencillo dejar atrás, como si ella quisiera hacerse continuamente presente y recordarnos que todo requiere su tiempo, conminándonos a la prudencia y a tratar de no correr tanto, que ello es malo para quien aún está convaleciente.

El inicio de la temporada se retrasó, más de lo que en un principio se podía esperar. Aun sabiendo cómo actuar y qué protocolos adoptar debido a la experiencia del año anterior, no era el mejor momento para hacer según qué juegos malabares. Empresarios, y también trabajadores, estábamos recelosos de que sucediera lo mismo que en el 2020, es decir, de tener que cerrar la operativa a las semanas o a los pocos meses de haberla iniciado. Recordemos cómo estábamos el año pasado en Pascua, cualquier celebración o evento fue anulado. La pandemia, juntamente con sus ineludibles restricciones y cortapisas a la actividad viajera, reverberaba aún, escuchándose perfectamente los ecos de olas que no podían ser mitigadas y que sometían en sus casas a ciudadanos de toda Europa, los mismos que hubieran sido susceptibles de venir a disfrutar de sus vacaciones en las islas.
A pesar de todo, después de lentas pero progresivas aperturas de todo tipo hoteles y apartamentos, a principios de julio se contabilizaba un 85% del sector alojativo balear que ya había abierto sus puertas, junto con un considerable número, aunque menor en porcentaje, de la oferta complementaria existente, que también se agarraba al carro de la ilusión que suponía el constatar que los peores augurios pandémicos no se materializaban. Si bien tuvimos que seguir navegando por mares tumultuosos y amenazantes, como fue el estallido de la quinta ola, que se concentró precisamente en esos meses estivales y que nos hacían temer, nuevamente, lo peor, lastrando una incipiente y poco sólida demanda, mermándola precisamente en plena temporada alta.

En septiembre llegó una cierta calma, el sosiego no era completo, pero sí que parecían tranquilizarse las aguas que antes bajaban tan removidas. El antídoto contra la subida exponencial de la enfermedad, en forma de vacunas, estaba dando sus frutos. Ello hizo rebotar la demanda, que se mantuvo firme y al alza en el tramo final de la temporada turística, finalizando la misma sabiéndonos a poco, dando gracias por no haber tenido que parar la actividad de manera abrupta, pero lamentando que la temporada hubiera sido tan corta y oscilante.

En todo caso, se afrontaba el invierno y las perspectivas de la siguiente temporada de otra manera, con la conciencia tranquila de quien ha hecho todo lo que ha podido y todos entonábamos el consabido estribillo que se repitió hasta la saciedad en cualquier conversación que uno mantuviera: que si bien no ha sido una buena temporada, al menos ha sido mejor que la anterior.

En fin, se trata de una conclusión que está abierta a múltiples interpretaciones, como siempre, a unos les fue mejor que a otros, pero la realidad es que económicamente casi nadie puede permitirse más temporadas y años como el anterior.

De la sexta ola con la que terminó 2021, hay poco que añadir a lo que no esté ya dicho en referencia a episodios parecidos de otras olas a lo largo de estos últimos dos años, llueve sobre mojado, si bien su afectación económica posterior no parece que vaya a ser tan fuerte como en olas anteriores debido al momento en la que ha aparecido, relativamente oportuno. De todas maneras no actuará como coadyuvante de estabilización ni de afianzamiento de cara a una mejora general económica en 2022, en el que, desde luego, planean otras amenazas más perentorias en el horizonte.l