El análisis histórico de los economistas respecto al endeudamiento público y sus consecuencias siempre ha estado teñido de un cierto sesgo ideológico. Los enemigos del papel destacado del sector público en la economía reclaman presupuestos saneados sin mácula de déficit, mientras que los creyentes de las bondades del maná público nunca tiene gasto público suficiente.

Como en la mayoría de situaciones mundanas, el equilibrio se encuentra en el medio. Cuando un país gasta más de lo que ingresa como nación de forma sistemática y mal invirtiendo sus fondos, fracasa como proyecto colectivo.

La extrema frugalidad pública, por su parte, condena a sus compatriotas a la perpetuación de las desigualdades sociales y a un futuro “privado” poco estimulante como pueblo.
La clave del gasto público no es tanto el endeudamiento total respecto a su PIB, que también, como la eficiencia y eficacia de los gestores públicos en el uso del dinero tomado a crédito de los mercados de capitales.

Una administración liderada por políticos honestos y expertos en su área de influencia, un cuerpo funcionarial ajustado a las necesidades reales y con incentivos para ser cada día mejores profesionales, un sistema transparente que permita al ciudadano valorar en cada momento el uso que se hace de sus impuestos, con una coordinación impecable entre las diferentes administraciones y una participación activa del sector privado y la sociedad civil en la determinación de los principales ejes de actuación, augura una rentable utilización del endeudamiento público.

Cada deficiencia detectada en los parámetros anteriores nos acerca más a un uso deficiente de la riqueza generada por los contribuyentes. Siendo optimista, nuestro sector público ha demostrado, a lo sumo, un “necesita mejorar”: mantenemos un sistema de pensiones en riesgo sin reformar; el Ingreso Mínimo Vital está llegando a las personas necesitadas mal y tarde; ni ante la gran pandemia hemos sido capaces de implementar un sistema digital de seguimiento de casos; nuestra economía está dopada con gas procedente de países poco amistosos con los derechos humanos. Y podríamos seguir.

No todo se hace mal, ni mucho menos, destacando el sistema de ERTE y el coraje de los funcionarios, trabajadores y empresarios de los sectores que más directamente han luchado contra la COVID-19.

La deuda pública, en definitiva, no es mala ni buena per se. Lo nocivo es su generación espuria y su gestión deficiente.

Los últimos datos oficiales disponibles de 2021 sitúan la deuda pública española por encima del 120% del PIB. Si lo comparamos con el 95,5% del PIB que representaba la deuda pública a finales de 2019, queda en evidencia el enorme gasto público desplegado por la Administración para hacer frente a los estragos de la pandemia de la COVID-19.

Cerca de 25.000 millones adicionales de deuda pública, en parte fruto de la lucha contra la crisis vírica.

La misma tendencia se detecta en la deuda de la CC.AA. de las Illes Balears, que ha sufrido un intenso empeoramiento de diciembre de 2019 (26,2% del PIB) a cierre de 2021, con un endeudamiento cercano al 30%.

Si la incipiente recuperación económica detectada en 2022 se hubiera consolidado, podríamos haber sido optimistas respecto a la paulatina reducción de la deuda pública. Sin embargo, la reciente historia nos recuerda que cuando las cosas van mal, aún pueden evolucionar a peor. A una inflación acelerada como presentación del nuevo año, se le suma el considerable daño mundial que la desgraciada aventura militar rusa en Ucrania provocará.

Alto endeudamiento, escenarios de tipos de interés al alza para contener un desbocado incremento de precios, dificultades en la cadena de suministros, guerra en plena Europa…. mejor no preguntarse qué más podría salir mal.

Calma, aciertos, constancia, capacidad de sacrificio, inspiración y, desde luego, algo de suerte, es lo que pido a la sociedad balear. Falta nos hará.