La inflación es siempre, y en todo lugar, un fenómeno monetario sumamente pernicioso que solo se puede frenar conteniendo la “impresión” de dinero. La responsabilidad de controlarla incumbe a los bancos centrales, pero también a los gobiernos. Produce indeseables transferencias de rentas hacia los grupos más organizados (aquellos que pueden ejercer mayor presión), lo que debilita la estructura social y puede deformar la estructura de la producción.

El auténtico origen de la inflación reside en las necesidades financieras de los gobiernos (déficits), por lo que la única forma de combatirla es mediante el ajuste del gasto a la recaudación fiscal, y la implementación de las reformas que favorezcan el crecimiento. Una solución que no deja de ser complicada, ya que reducir el gasto público puede provocar efectos inicialmente depresivos, al tiempo las reformas modifican el statu quo socialmente aceptado.

En este sentido, España inició un proceso tímidamente reformista durante la Gran Recesión, hace ya diez años, sin embargo, se detuvo con el afianzamiento de varios de los primeros síntomas de recuperación. Tres eran las grandes reformas que se debían completar, entre otras de menor calado. La del mercado laboral, la del sistema de pensiones y fomento del ahorro, y la de la financiación autonómica para aumentar la visibilidad de la corresponsabilidad fiscal.

En este sentido, los gobiernos de corte más populista de los últimos años, lejos de avanzar, han dado marcha atrás en los tres asuntos. Lo han podido hacer como consecuencia de las facilidades crediticias otorgadas por el BCE, es decir, de la “impresión” de dinero. Pues el problema de estas reformas es que resultan impopulares a pesar de mejorar las condiciones del conjunto de la sociedad. Por ello, tan pronto comenzó a fluir dinero a crédito a las arcas gubernamentales el proceso de modernización se detuvo.
La marcha atrás se engrana durante la parálisis productiva ordenada para combatir la pandemia. Lo que explica que la elevada inflación alcanzada tenga trazas de continuar por más tiempo del anunciado. Además, los últimos tristes acontecimientos en Ucrania, van a poner mucho más difícil retomar el proceso de reformista iniciado en 2012 y posteriormente abandonado. Es más, la combinación de inflación sin reformas modernizadoras nos encamina a la estanflación.

¿En qué consisten las reformas pendientes? Básicamente en la eliminación de barreras a la creación de nuevo empleo, facilitando también que los trabajadores puedan cambiar de empleador sin perder derechos. En el fomento del ahorro que asegura el futuro. Y en incentivar el funcionamiento eficiente de las administraciones autonómicas, quienes gestionan las principales partidas de gasto público. Elementos, todos ellos, que siempre han propiciado un sólido crecimiento económico.

A esta forma de actuar los liberales ilustrados de inicios del siglo XIX le denominaban eliminar “estorbos”, una tarea permanentemente inacabada en nuestro país.
Por supuesto, hay sectores que se benefician de tales estorbos y que, por tanto, se oponen con uñas y dientes a cualquier programa reformista. Conscientes de este fenómeno la UE decidió crear los Fondos Next Generation para facilitar la transición otorgando los recursos suficientes para crear los incentivos necesarios que compensen el abandono del statu quo. Sin embargo, en mi opinión, no se consideró suficientemente que, al mismo tiempo, se estaban creando incentivos para el desarrollo de improductivas actividades lobistas que acabarán restando mucha efectividad a la auténtica transformación económica.

Llegados a este punto, lo peor puede llegar si los gobiernos, agobiados por la situación, aceleren en su deriva populista estableciendo controles de precios. Nunca ha sido fácil remover estorbos, a veces requieren de cambios políticos previos. De manera que cuanto antes aceptemos que nos esperan tiempos difíciles, antes podremos hacerles frente con más garantías de éxito.l