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A un andaluz como yo, nacido bajo el fascismo, criado en la reserva folclórica de Occidente y educado en la idea de que la patria no es la bandera, ni la lengua, ni la infancia, sino la clase, se le hace difícil tragar el chalaneo catalán. Uno entiende que este capitalismo global en el que ahora vivimos, que nos convierte a todos en pura mercancía y a la política en mercadotecnia, deja pocas opciones de sentirnos seres humanos.

Destruida la familia tradicional, agonizantes los dioses, forzados a la formación constante y cambiante ante la precariedad laboral, diluidas las utopías, acomodada ya la impotencia en nuestro vivir, es natural que cada uno busque el madero más cercano al que asirse para mantener la poca identidad que nos dejan, ya sea la lengua, la nación, la literatura, el sexo o una fe inquebrantable en lo que sea.
Ya se dijo mucho durante el ‘procés’: el nacionalismo es una emoción. No digo yo que no sea legítimo, humano, e incluso necesario, agarrarse a lo que nos dé sentido, pero hagámoslo con un cierto seny, con un buen tarannà, como decimos por aquí.

No creo que sea el caso del bloque independentista catalán, donde bajo la suprema idea de la independencia se sientan a la mesa la abuelita, Caperucita, el leñador y el lobo, es decir, donde la izquierda, incluso la autodenominada radical, no ha mostrado reparos en compartir mantel con la burguesía más reaccionaria del Estado. ¿En qué República estarían pensando? Veremos en qué quedan las elecciones.