A pesar de los continuados esfuerzos de los poetas durante milenios, la verdad es que no tengo sensibilidad para las bellezas naturales. Árboles, montañas, flores, lagos, cielos estrellados y vastos desiertos de doradas dunas están bien, son gratos de ver, pero nada del otro mundo. No me provocan emociones inefables. No necesito viajar a lugares remotos para contemplar la salida del sol sobre acantilados de nombres desconocidos. El mismo sol sale cada día por la ventana de mi dormitorio, aunque en lugar de mares exóticos ilumine azoteas. La naturaleza la valoro mejor si alguien me la escribe bien; es decir, la palabra árbol me parece más bella que los árboles. Y tampoco es cierto que la belleza abunde en el mundo, y haya que saber verla. Para nada. Hasta tengo la impresión de que todo es cada vez más feo. Sin embargo, recuerdo que conservé durante años una hermosa botella de whisky gran reserva, tan atractiva como una Venus Calipigia. Bueno, quizá no tanto, pero casi. Y eso que ya me la había bebido y sólo quedaba un leve traguito.
La belleza de los envases
Palma06/05/24 0:30
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