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Un jueves de finales de enero de 1968, una pareja de jóvenes recién casados aterrizó en Madrid. Nunca habían estado en la capital de España y por eso la eligieron desechando otros destinos más ‘exóticos’ que ya entonces, más o menos, se podían permitir. Visitaron todo lo que era preceptivo: Aranjuez, Toledo, El Escorial y el Valle de los Caídos. Comieron en Casa Botín, a un tiro de piedra de la plaza Mayor, y pasearon muchas horas por el parque del Retiro. En suma, cumplieron con sus obligaciones de turistas provincianos. Desde entonces, la pareja regresó muchas veces a Madrid: negocios, ferias comerciales, seminarios, obligaciones familiares, eventos... Incluso pasaron temporadas en la ciudad para cuidar a su nieto primogénito. Pero turismo, lo que se dice hacer turismo en la espléndida capital española, pues que no lo habían vuelto hacer, excepción hecha de alguna esporádica escapada de fin de semana. Pasado tanto tiempo, la ‘parejita’ decidió un buen día rememorar aquel viaje de novios. Felizmente juntos desde hacía nada menos que 56 años, se les ocurrió volar a los Madriles en ocasión de su aniversario de boda. Como si no hubiesen vuelto desde aquel frío enero del tardofranquismo, cuando conocieron a un mejicano que les miraba por encima del hombro porque «nosotros sí que hicimos una revolución, no como aquí». Superadas ya en varios quilates las bodas de oro –que, por cierto, nunca llegaron a celebrar– rechazaron en esta ocasión uno de los largos y complicados periplos que los habían llevado por medio mundo y parte del otro medio. «Vamos a regresar a Madrid como novios», se dijeron. En algunos aspectos, el objetivo era fácil. En otros, por supuesto, no tanto. ¿Eran los mismos que más de medio siglo atrás habían aterrizado en Barajas en una gélida noche de enero, aturdidos aun por el trajín de la boda? En su ‘regreso’ a Madrid se lo preguntaron en diversas ocasiones. Las respuestas fueron encontradas: persistían el amor y la ternura. Aún podían recorrer calles y avenidas, los largos corredores del Museo del Prado, pero la edad, implacable, les aguardaba en el recodo de la noche con la factura a pagar por el atrevimiento. Por supuesto, Madrid les siguió entusiasmando, incluso más que otras veces. El nombre podía tener resonancias desagradables –aquello del ‘Madrid nos mata’– pero la ciudad seguía siendo maravillosa. Como el conjunto de su vida, que ahora veían como en una película muy vieja y muy larga.