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El pacto de Bruselas entre el fugitivo Puigdemont y el presidente en funciones no se puede considerar un pacto al uso entre dos fuerzas políticas. Tampoco puede entenderse como una derrota incondicional del Estado ante fuerzas rebeldes (la de las fuerzas republicanas en 1939 tras el golpe de Casado, que solicitó condiciones y Franco se las negó) y menos una debellatio (la destrucción completa del enemigo). Es más parecido a una capitulación del Estado, que conlleva la rendición a cambio de una serie de condiciones que aminoren la derrota (pierden los vencidos, pero algunos salen beneficiados). También la rendición del español José de Canreac, que aceptó firmar las Capitulaciones de Ayacucho en 1824 ante el liberador venezolano Simón Bolívar, tiene cierto parecido si no fuera porque la talla moral de aquellos protagonistas nada tiene que ver con la menguada de estos. Hay un antecedente que tiene mucha similitud en cuanto a la respuesta del pueblo, se trata del Motín de Esquilache, ministro de Carlos III, al que se le ocurrió prohibir el uso de la capa larga y el chambergo bajo el argumento de que el embozo permitía el anonimato y fomentaba toda clase de delitos, violaciones y desórdenes. El parecido consiste en que la movilización popular en contra de la medida fue masiva (30.000 participantes para una población de 50.000, que tenía Madrid entonces); lo más probable es que fueran muchos menos, con lo que comprobamos que la costumbre de inflar los datos de las manis nos viene de lejos. Lo de la capa fue el motivo ocasional, lo que realmente echó a la calle a la gente fue el hambre. Queda por ver si, al final, Sánchez corre la misma suerte que el de Esquilache, que fue desterrado con toda su familia.

Es cierto que las reuniones bruselenses bajo el cuadro de la urna rebelde tenían más pinta de un puro chantaje o extorsión que de otra cosa (presión que se ejerce sobre otro mediante amenazas para obligarle a obrar en cierto sentido para obtener beneficio (O me firmas este documento o no te doy los votos para que sigas siendo presidente).

Pero donde encaja perfectamente este aberrante pacto es en un tipo de acuerdo mafioso, quizá influido por la fuerte presencia en Cataluña desde los años 90, de los miembros de la Ndrangheta, cuya implantación ha ido en aumento en estos últimos tiempos. Un proscrito, perseguido por presuntos delitos graves, entre ellos el de terrorismo, y otros compadres igualmente perseguidos por la Justicia, recibe a representantes legales del PSOE y del presidente en funciones, en su refugio de fugitivo, donde presentan un pliego de capitulaciones, posiblemente inspirado en uno de los libros de Michel Franzese ex capo de la familia Colombo, donde se establecen clausulas imposibles de cumplir si no es infringiendo la Constitución, el Código Penal y otras leyes. Una deslegitimación de la ley que desmonta el Estado de derecho que, junto con otras medidas anteriores, le dejan inerme ante un segundo asalto secesionista; una ley de amnistía que irrumpe y desbarata el normal curso de la Justicia y produce el caso inadmisible e inmoral de políticos amnistiándose a sí mismos. A cambio le ofrece las treinta monedas de Judas en forma de siete votos indispensables para ser investido presidente. Sánchez lo ha aceptado y, con ello, reconoce que el Estado actuó de forma impropia y no democrática, que el Gobierno del PP, la Policía, la Justicia y él mismo, que apoyó la aplicación del artículo 155 de la CE, prevaricaron, aceptando así el discurso independentista, que enarbola esta ley como una reparación y reconocimiento de que ellos hicieron las cosas bien y que quien se equivocó fue el Estado.

Pero como todos sabemos, porque nos lo ha contado el presidente y su monaguillo Bolaños nos ha ayudado a entenderlo bien, la ley es impecable y todo ha sido por el bien de España. ¡Hay que joderse!