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Durante la instrucción del ‘caso Cursach’, los que denunciamos las malas prácticas del exjuez Penalva y el exfiscal Subirán recibimos ataques furibundos de quienes les defendían. Los más injuriosos y también disparatados procedían de un redactor de investigación del diario digital Público que cada día daba grandes exclusivas sobre la causa. Descubría cosas tan insólitas como lo hacían el juez y el fiscal con el prostíbulo de la famosa madame o las palizas del testigo 29. Por ejemplo, afirmaba que Ultima Hora estaba vendida al «magnate de la noche» y que formaba parte de una mafia criminal en la que también participaban políticos del PP como Rodríguez o Gijón y comisarios de policía que se dedicaban al narcotráfico. Este periodista incluso llegó a tener voz en Catalunya Ràdio, dio conferencias y rodó un aquelarre televisivo con el podemita Juan Carlos Monedero donde nos despellejaron como a conejos. No fue el único, también pasaron por aquí en busca de mafias y de escándalos empleados de Risto Mejide para un formato de telebasura que emitió la Cuatro; y Jon Sistiaga, un periodista de relumbrón que se desplazó a Mallorca para hacer unos programas radiofónicos en los que nos dio lecciones de profesionalidad sin querer contrastar o siquiera conocer nuestra visión de la cosas. Críticas gruesas y análisis duros hay que saber hacerlos y también recibirlos, por supuesto. Pero cuando se abre el melón, la ética exige ser tan autocríticos como críticos. De lo contrario, el ejercicio periodístico se vuelve detestable, ridículo. Sí, eso, ridículo.