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Existe cierta creencia de que hay un castigo divino por no ser el más listo de la clase en esta existencia que nos ha tocado vivir. Ahora hay cierta sorna ante el sufrimiento de los que tienen la hipoteca tipo variable, con este crecimiento enloquecido del euríbor gracias a que Christine Lagarde vuelve a restallar el látigo para someter a la inflación. Si a esto se suma el aceite de oliva a diez euros el litro, ya tenemos la tormenta perfecta. La condescendencia, en el mejor de los casos, ante los hipotecados variables es lo habitual. Luego están los que se burlan: «Pues yo la tengo a tipo fijo». Como si todos entrásemos en una oficina bancaria y pudiésemos imponer nuestras condiciones. Ya pueden dar gracias de no haber metido como avalistas a los familiares, vistos los desastres del crack del 2008.

Podemos burlarnos de los que firmaron a tipo variable, pero también de los que se dejaron llevar por IRPH o los que tenían hipoteca suelo o hipoteca techo o los que firmaron su préstamo a veinte años en yenes o de estos mismos que tenían la hipoteca fija con intereses congelados. También están los damnificados de las preferentes, aquellas que nos intentaban vender por teléfono y por email y en los despachos de las oficinas bancarias. Al final, salimos perdiendo todos y el único que gana es el banco. Con préstamos para pagar una vivienda a treinta años, e incluso cuarenta, resulta imposible vaticinar el futuro del mercado financiero y cómo afectará a nuestros bolsillos. Me acuerdo mucho de aquel hombre que intentaba que pidiera 100.000 euros más para comprar un piso. Me negué, por si acaso. Es la única certeza que tengo: que todo irá a peor.