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Dice un estudio realizado en el tejido productivo español que ocho de cada diez empresarios detecta problemas de convivencia entre las distintas generaciones que conforman sus empleados. Todos sabemos que el modo de trabajar –y de pensar– de un hombre de 64 años y de una chica de 25 puede ser casi opuesto. Probablemente en cada salto de una generación a otra se ha producido a lo largo de la historia ese mismo precipicio, pero da la sensación de que ahora se ha intensificado todavía más, por la aparición de las nuevas tecnologías, que nos han cambiado hasta la forma de hablar. Muchos abuelos apenas comprenden lo que dicen sus nietos, en esa jerga que mezcla idiomas y toma prestadas expresiones del mundillo de la música, los videojuegos y la televisión. Pero a la inversa también ocurre que los más jóvenes acaban creyendo que los mayores viven en otro planeta.

Yo he detectado, claro, esos inconvenientes con la tecnología, pero no me parece el escalón más pronunciado. Lo veo más en la forma de ver y entender el mundo. Quizá la pandemia haya venido a sacar punta a las diferencias intergeneracionales, porque desde entonces ha surgido eso que llaman «la gran renuncia» y que refleja a la perfección cómo respira la nueva generación. Ya no hay amos ni esclavos, ni siquiera servidumbre o sumisión. Eso que nosotros –y no digamos nuestros padres y abuelos– mamamos desde la infancia: obedecer, no cuestionar, trabajar hasta la extenuación, darlo todo por la empresa, respeto reverencial al jefe... ya no existe. Gracias a dios. Los jóvenes saben que sin su esfuerzo la empresa se hunde y quieren que se les contrapreste en consonancia: sueldos decentes, horarios que les permitan vivir, mantener vivos sus proyectos personales. Respeto para ellos también.