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Hace doscientos años las familias ricas –aristócratas casi siempre– hacían por primera vez en la historia viajes de placer, con el único objetivo de descubrir nuevas tierras, gentes diversas, otros ambientes... y lo hacían a lo largo de semanas o meses para enriquecerse culturalmente. Ese superlujo conllevaba un verdadero periplo en el que muchas veces arrastraban la vajilla, las sábanas, el gramófono, la servidumbre y hasta el piano de cola para no echar de menos ninguno de los detalles que hacían su vida confortable. Ha llovido mucho desde entonces y hoy el turismo se ha convertido en una de las industrias más potentes del mundo. Lo ha hecho porque ya no solo pueden viajar los archimillonarios, el gozo de asombrarse ante un monumento, un paisaje o una ciudad lejana está al alcance de la clase media y de la trabajadora. Y ha ocurrido, como tantas otras cosas, gracias a la democratización de los precios de aerolíneas, cruceros, hoteles, restaurantes y todos los elementos que intervienen en el proceso. La riqueza, el empleo y, sobre todo, la inmensa ganancia cultural que conlleva este hecho son incuestionables. Pero tiene un precio, por supuesto, y muy alto: contaminación, masificación, degradación de algunos destinos. Greta Thumberg clamaba contra los aviones comerciales y muchos abogan por eliminar los vuelos cortos y utilizar el tren; los expertos que estudian los efectos perniciosos del turismo de cruceros exigen que sean menos y más pequeños. Esas medidas, si llegan a implementarse, conducirán a una subida radical de precios. Es decir, dejarán fuera a la clase trabajadora y a gran parte de la clase media. En un futuro cercano quizá solo puedan disfrutar del placer de descubrir el mundo los superricos, como antaño.