Ya Gregorio VII recordaba a Hugues de Die, legado pontificio, en una carta de 9 de marzo de 1078, que la costumbre romana consistía «en tolerar algunas cosas y en silenciar otras». Esta vieja costumbre romana y la perspectiva que entraña parece que ha sido la guía de toda su actuación, al menos en torno a esta cuestión de los abusos sexuales del clero. No le ha importado, para salvar la opinión sobre ella, negar u ocultar los hechos. Nada nuevo. Basta con seguir el magisterio ordinario de Francisco.
Hace días leí las atinadas reflexiones de José Lorenzo en su blog en RD a propósito de la ‘Jornada antiabusos en Añastro: un ejercicio de trasparencia cero'. No merece la pena inquietarse. Tampoco se pueden pedir peras al olmo. Ya se sabe lo que dan de si los obispos en España. El problema es de fondo, estructural, de entendimiento de lo que supone seguir a Jesús, de modo de concebir (poder v. servicio) la función de la jerarquía en la Iglesia, de modo de entender el cristianismo como religión de creencias, de valorar la marginación efectiva del Evangelio que todo ello conlleva. Como estas cuestiones esenciales siguen sin aclararse, todo lo demás se resiente, se adultera y se aleja de la objetividad y del espíritu evangélico, que pide hechos y cosas concretas, vida.
Si ha habido alguna cuestión en la vida de la Iglesia en la que este mortífero virus se ha cebado y manifestado, con singular virulencia, ha sido la del abuso clerical frente a menores. El mayor escándalo y contra testimonio protagonizado por la Iglesia jerárquica. Y todo por conservar y cuidar la imagen y la opinión sobre sí misma. Se llegó a patrocinar una nueva normalidad: ocultar y negar los hechos. Pura ideología.
El sínodo de febrero de 2019 –la solución ideada–, en paralelo con la acertada orientación doctrinal de Francisco, demostró, una vez más, que, a la hora de la verdad, no se quiso o no se pudo extirpar el virus de Nietzsche del cuerpo eclesial y que seguía vigente la vieja costumbre romana. Abundó en demasía el adoctrinamiento, el maquillaje del pasado, la muy escasa intervención de los participantes y la ausencia de algunas medidas, claras e inequívocas, contundentes, que lanzaran al mundo un mensaje diferente y creíble sobre la voluntad de futuro. Y ahí seguimos, esclavos de la opinión y del silencio.
No deseo entretenerme en la valoración crítica de la solución sinodal, celebrada en Roma en febrero de 2019. Ya lo hice con La verdad silenciada (Caligrama, Sevilla, 2020). Fue una pena. No respondió a la expectativas creadas. Impulsó, en definitiva, una respuesta al problema inadecuada para atajar los hechos, que era, en realidad, de lo que se debió tratar. Desde mi perspectiva, lo único verdaderamente importante. Todo lo demás se ha insertar en el terreno del adoctrinamiento y de la ideología, del virus de Nietzsche y de la vieja costumbre romana de silenciar ciertas cosas. No merece la pena darle más vueltas.
Si giramos la vista hacia la Conferencia Episcopal Española, lo mejor sería correr un tupido velo. El sínodo romano le vino como anillo al dedo. Es un secreto a voces cuál ha sido, históricamente, su actitud, claramente incomprensible, alejada del signo de los tiempos y, por supuesto, no coherente con el Evangelio. Así lo fue con la anterior presidencia y lo sigue siendo con la actual. Y, por si fuera poco, está lastrada por sus escandalosas divisiones internas, fomentadas, para más inri, desde ideológicas posiciones de ciertos medios de comunicación.
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