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Brillaba el sol de la paz en Porto Cristo. El 21 de septiembre de 1936 hacía unas dos semanas que los vecinos trataban de rehacer su vida tras la dura batalla. Los tres hijos de Catalina y Joan querían aprovechar los últimos coletazos del verano y salieron a jugar con los primeros claros del amanecer. El entretenimiento era el mismo cada día: buscar material de guerra. Corrieron desde la calle de Sanglada hasta los lugares donde más se combatió, como el Riuet o la plaza del pueblo. Esperaban llenar una caja de vainas de bala y metralla, pero aquella mañana fue diferente: encontraron una granada intacta, sin explotar, de la marca Lafitte.

Este tipo de bomba de mano lo usaban los dos bandos de la guerra, pesaba casi medio kilo y no era fácil de usar. Había que extraer el seguro, lanzarla y esperar a que se desplegara una cinta para poder detonar. Por eso, muchas no estallaban.

Los hermanos Martí, Antoni y Joan Sureda Riera volvieron después a casa para merendar. Les acompañaba su primo pequeño Andreu Tauler Riera. La madre, embarazada de ocho meses, se metió enseguida en la cocina para prepararles un trempó, mientras ellos aprovecharon para revisar el botín. Fueron al corral de la casa y allí comenzaron a manipular aquel artefacto con forma de lata alargada y gancho colgante. Pensaron que era una cámara de fotos y tiraron de la anilla. La madre escuchó una enorme explosión y corrió en su ayuda. La escena que encontró fue terrorífica. Yacían muertos dos de ellos: el mayor, Martí, de once años, y el más pequeño, Andreu, de solo cuatro. Los otros dos estaban terriblemente heridos.

Una pareja de la guardia civil trasladó a los supervivientes al hospital de Manacor. Joan, de cinco años, tenía la cabeza abierta y sangre por todo el cuerpo. Murió al poco rato. Antoni, de ocho, presentaba heridas en el pecho, abdomen, manos y piernas. Su estado era grave y solo pudo aguantar 24 horas más. Los cuatro niños fueron enterrados ante la desolación de todo el pueblo.

Los historiadores Antoni Tugores y Miguel Durán han publicado el bando que emitió al día siguiente el comandante militar: «Con el fin de evitar accidentes desgraciados, producidos por imprudencia al manejar proyectiles o bombas abandonadas en el campo, prevengo la prohibición absoluta de tocar nada».

Como explica Bàrbara Duran en Cent per cent, la madre de los niños, Catalina, perdió el hijo que esperaba y nunca pudo borrar aquella imagen terrorífica. Además, tanto ella como su marido, Joan, tuvieron que declarar en los juzgados durante años como sospechosos republicanos. Les quedó una hija, Catalina Sureda Riera, y luego tuvieron tres hijos más.

El accidente de Porto Cristo fue uno de los más graves de este tipo en España. Solo en la posguerra, se encontraron más de un millón de granadas de mano desperdigadas por todo el territorio nacional. Actualmente, según Newtral, los artificieros de la Guardia Civil desactivan cada año más de 7.000 explosivos y calculan que seguirán así 25 años más.

Martí, Antoni, Joan y Andreu fueron las últimas víctimas inocentes de la Batalla de Mallorca. Su memoria ha quedado en un limbo, sin calle o placa que les recuerde. Me gustaría contactar con algún familiar en manuelaguilerapovedano@gmail.com.