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La ciudad que me acogió como refugiado político es uno de los múltiples espejismos de la realidad. Lo real no queda lejos de Palma de Mallorca, Ciutadella o Manacor, ni de ninguna otra gran ciudad europea, estadounidense o israelí. No diré más de los derroteros que me condujeron a aquel paraje para no darles a los ortodoxos de la escuela de Chicago ningún indicio sobre mi paradero. Los años de mi vida en esa ciudad quedarán sellados en el exiguo espacio de estos folios. Creo, con todo, que la relación de hechos de mi indecorosa existencia no merece siquiera el saludo de una sola palabra.

Antes de instalarme en la ciudad pasé unos meses en una agradable casa de acogida para víctimas de violencia de género, agresiones homofóbicas y refugiados de guerra ucranianos, donde por misteriosos azares del destino se impartía un riguroso derecho de admisión esgrimido mayormente contra iraquíes, afganos y palestinos. Me afinqué más adelante en la ciudad, en una residencia con vistas a un mar de caucho que verdecía bajo la majestad de unos promontorios antediluvianos. Una angosta avenida se abismaba en el horizonte y cortaba unos vecindarios compuestos de un número inconstante de casas de Mattel cercadas por vallas y setos de plástico prematuramente ennegrecidos por el monóxido de los descapotables. Compartía habitación con Barbie Carla, una estudiante de filosofía política que se solazaba mirando a sus conciudadanos con descortés altanería. Decía palabras escandalosamente gruesas con las que se granjeaba la animadversión de nuestros vecinos posmodernos: ‘plusvalía’, ‘valor de cambio’, ‘revolución’, ‘gattungswesen’.

Al principio no advertí que todo lo que me rodeaba debería haberme resultado insolentemente simétrico. Aquí, en Barbieland, también se afrontaba la rutina laboral con el sosiego de los días veraniegos y se combatía la soledad con un estilo de vida playero. El alcohol corría a raudales en locales donde la música -o lo que en el argot de mis afables conciudadanos ha dado en denominarse música: el dance, el reggaetón, Shakira- sonaba a un volumen rigurosamente intransigente con los discretos placeres de la conversación. Este tipo de vida aparentemente disoluta y libertina tenía, sin embargo, (incidía en ello Barbie Carla en sus letanías) un reverso de puritanismo y mojigatería. Las exigentes rutinas dietéticas para el control de la grasa abdominal, la intermitencia de los ayunos, los sucedáneos de la hostia consagrada, cuerpo de Cristo, como la diet-coke, el Red-bull o el Prozac me hicieron comprender que la sabia ciudadanía de aquel país había apostatado de los rigores del cristianismo en favor de otros flagelos.

Una noche descubrí horrorizado que la ciudad de Barbieland era un duplicado que invertía el mundo humano. Ese hecho explicaba, ahora me atrevo a confesármelo, la insultante indiferencia a la que me abandonaron mis perseguidores (los celadores del manicomio no se inquietan con el loco que cree fugarse cambiándose de cama). Leí una vez en un cuento de Borges que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres. Me inquietó pensar que también puedan multiplicar el número de capitalismos y que esas variaciones sean exponencialmente infinitas. Eso significaría, si no yerro en mis cálculos, que la tarea originaria de un verdadero revolucionario pasará por pensar en infinitas series de lo mismo: la revolución.

Escribí ‘capinktalism’ para fijar un par o tres de esas variaciones (puntos de fuga, brechas, salidas) y reflexionar sobre esa versión rosa del capitalismo de Barbieland, toda vez que me pareció una de las más sofisticadas (y perversas) metáforas del pink-washing.