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El Gobierno está poniendo algunas trabas al tabaquismo y la industria ya se rebela diciendo que pondrá en riesgo un negocio anual de 3.300 millones de euros y los nueve mil que se lleva el Estado vía impuestos. Pero no es solo lo que ganan los fabricantes, intermediarios y comerciantes con la venta de cigarrillos, sino lo que sufrirán las famosas terrazas de los bares y restaurantes, donde se aglomeran los fumadores desde que se prohibió el consumo en el interior de los locales. El poderoso lobby de la restauración y la hostelería ya está en pie de guerra. Sin embargo, el tema del tabaco -como el del alcohol- no es más que la muestra más grande y vergonzosa del fracaso colectivo. Nadie podrá decir que estas no son drogas, altamente adictivas y con unas consecuencias para la salud humana devastadoras. Cualquier barbaridad que podamos decir de la heroína, la cocaína o el cannabis es perfectamente aplicable al tabaco y al alcohol. Pero siguen siendo drogas legales bien aceptadas por la sociedad. Mientras a los que trafican con unas se les persigue, detiene y encarcela, los que sirven en bandeja las otras son honrados empresarios. Hay mil razones históricas y sociales que explican esta realidad, pero ninguna es aceptable en pleno siglo XXI. Que los adolescentes, apenas salidos de la infancia, se lancen en picado al consumo de tabaco y alcohol mientras les regañamos por comer chuches o donuts por su exceso de grasas y azúcares es demencial. Que lo hagan con especial devoción cuando salen «de marcha» es más que preocupante. Que prácticamente el único ocio que nuestra sociedad les ofrece sea ese es ya repugnante. Pero, ay, ¿qué sería de la economía española sin bares, discotecas y restaurantes?