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Angus Deaton (premio nobel de economía en 2015) ha creado recientemente una gran conmoción al admitir que la profesión económica está «en cierto desorden». Su conclusión es clara: «No predijimos colectivamente la crisis financiera y, peor aún, es posible que hayamos contribuido a ella a través de una creencia demasiado entusiasta en la eficacia de los mercados, especialmente los mercados financieros, cuya estructura e implicaciones entendíamos menos bien de lo que pensábamos». Deaton aclara que su crítica se refiere a «una corriente principal en economía». Su escrito, por tanto, va dirigido a la teoría económica dominante (neoclásica) y las políticas que de ella emanan. El escrito de Deaton señala cinco áreas importantes en las que la teoría económica dominante se equivocó: 1) ignorar las relaciones de poder; 2) la falta de atención a cuestiones éticas; 3) la obsesión con la eficiencia; y 4) el excesivo énfasis en la econometría. Sobre este último punto, Deaton llega a afirmar que «Los historiadores a menudo hacen un mejor trabajo que los economistas a la hora de identificar mecanismos importantes que son plausibles, interesantes y en los que vale la pena pensar». El quinto punto es la falta de humildad: «A menudo estamos demasiado seguros de que tenemos razón».

El lamento de Deaton llega después de varios años de disensión e insatisfacción en el seno de la profesión. Y es que hoy parece haber una guerra interna entre los economistas de la corriente dominante. Paul Krugman (premio nobel de economía en 2008) señala que, tras el estallido de la crisis de 2007-2008, «una cohorte de conocidos economistas disidentes cuestiona abiertamente las doctrinas establecidas y el uso del llamado modelo de equilibrio general estocástico dinámico». En 2009, el semanario The Economist calificó este escenario de «agitación entre los macroeconomistas». Las grietas son cada vez más grandes y visibles, aunque parece que el grueso de la profesión todavía prefiere continuar haciendo como si no pasara nada. Esto, en palabras de Robert Solow (premio nobel de economía en 1987), conduce inevitablemente a una «macroeconomía cada vez más tonta». A esta situación hay que añadir que en los últimos años los bancos centrales (que deciden la política monetaria y condicionan la fiscal) se han distanciado de las teorías macroeconómicas dominantes y no las consideran a la hora de hacer predicciones.

Este tipo de críticas internas siempre son bienvenidas, especialmente si vienen de alguien tan relevante como Deaton, dada su condición de nobel. Indican la necesidad de un profundo cambio en la profesión y resaltan la importancia de abrirse a escuchar voces marginales, como las de los economistas no convencionales. Deaton sugiere que los economistas también podrían beneficiarse de intercambiar ideas con filósofos, historiadores y sociólogos, al igual que hizo Adam Smith en su época. Esta interacción podría ser beneficiosa para todas las disciplinas involucradas. Los economistas convencionales han perdido muchísima credibilidad y respeto, y su obstinada resistencia al cambio hace más daño que bien. Pero todavía no es demasiado tarde para retomar el rumbo de la profesión.