Tras mis aventuras de viajar hasta el aeropuerto en transporte público, llego por fin a él con el tiempo asfixiándome y pensando en toda clase de obscenidades. Me dispongo a pasar el control de seguridad quitándome todo lo metálico y dejando ciertos asuntos al libre albedrío de quienes me vigilan, porque llego tarde y no puedo pensar en otra cosa. En cuanto paso el arco, me detienen en un control ‘aleatorio’, por aquello de que el aburrido jovenzuelo que me para me dice que me calme y, no se lo pierdan, que no tengo que ir tan acelerado «a mi edad». Le contesto como mejor puedo que el asunto es que si este control es aleatorio ya podía haber parado a alguien que tuviese menos prisa, pero por supuesto, tengo que aguantar con estoicismo (y a mi edad) a que el tipo termine sus labores, para irme corriendo hacia mi puerta envuelto en obscenidades. ¿Es fácil hacerlo? En absoluto, porque para llegar hasta ella tengo que atravesar una tienda atestada de objetos y de personas en la que yo no entraría si no me obligaran, ya que es el único lugar por el que puedo pasar. Esquivo como si estuviera jugando un partido de rugby, y al fin puedo llegar a embarcar, en el último minuto. Y mientras jadeo y recupero el resuello, solo puedo pensar en el hecho de que si hubiera hecho exactamente lo mismo pero desnudo de cintura para abajo, entonces sí que a todo el mundo todo esto le parecería una serie de obscenidades indecentes que no se pueden consentir.
Obscenidades, segunda parte
Palma06/10/23 0:29
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