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Redacto las líneas que siguen sin haberse despejado todavía el panorama político nacional y cumpliéndose hoy seis meses desde que se aprobó la última norma estatal con rango de ley en materia tributaria.

No obstante, este periodo de “vacío de poder” ha venido precedido de unos años de intensísima actividad legislativa en el ámbito fiscal:

En materia del IRPF se han aprobado infinidad de normas que han traído consigo desde la introducción de un gravamen complementario (medida “transitoria” para 2012 y 2013; posteriormente prorrogada para 2014), pasando por la eliminación de la deducción por adquisición de vivienda habitual, hasta llegar a la reforma fiscal aprobada por la Ley 26/2014, de 27 de noviembre, que ha supuesto una profunda revisión del impuesto con efectos para 2015. Todo ello acompañado de incesantes cambios en los tipos de retención e ingreso a cuenta.

El Impuesto sobre el Patrimonio fue técnicamente suprimido en 2008, para ser restablecido a continuación (mediante real decreto ley) con “carácter temporal” para 2011 y 2012. Sin embargo, las sucesivas leyes de Presupuestos han ido prorrogando anualmente la vigencia del impuesto en 2013, 2014, 2015 y 2016, convirtiendo su restablecimiento en (casi) definitivo.
En la regulación del Impuesto sobre Sociedades encontramos claros ejemplos de lo que venimos advirtiendo: entre otros, la limitación temporal de la deducibilidad de las amortizaciones y del fondo de comercio, las múltiples modificaciones en el cálculo de los pagos fraccionados y la supresión generalizada de las deducciones en cuota operada por una reforma fiscal (vía Ley 27/2014, de 27 de noviembre) que ha incorporado novedosas instituciones tributarias como las reservas de capitalización y nivelación.

En fin, una prolífica actividad legislativa que ha convertido nuestro sistema tributario en un cuerpo legal repleto de regímenes transitorios, incentivos de breve recorrido y normas que, a menudo, provocan cierta confusión entre los contribuyentes.

Hasta el punto que distintos órganos de la propia Administración difieren a la hora de interpretar la normativa vigente (como pone de relieve la reciente disputa doctrinal entre el Tribunal Económico-Administrativo Central y la Dirección General de Tributos en materia de deducibilidad de intereses de demora).

A ello hay que añadir que no parece desproporcionado pensar que el nuevo escenario político nos depare, una vez más, próximas reformas estructurales en la imposición directa e indirecta (sin perjuicio de lo que esté por llegar a nivel de fiscalidad autonómica y local).

Cuanto antecede me conduce a reflexionar en torno a la eficacia del principio de seguridad jurídica recogido en el artículo 9.3 de la Constitución; principio que siguiendo la jurisprudencia constitucional (entre otras, STC 150/1990) debería “proteger la confianza de los ciudadanos, que ajustan su conducta económica a la legislación vigente, frente a cambios normativos que no sean razonablemente previsibles”.

Pero la realidad es que, a día de hoy, nadie sabe cuál será el futuro de nuestra fiscalidad. Y eso que dice una máxima que “en este mundo no hay nada seguro, salvo la muerte y los impuestos”.