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Muchos relatos tejidos durante los últimos cincuenta años se están cayendo, como que más turismo es sinónimo de más riqueza. La pandemia del coronavirus hizo evidente la fragilidad económica y social de un modelo improductivo, que depende exclusivamente de que vengan turistas y que tiene que importar cualquier cosa básica que se necesite para vivir, desde comida a simples mascarillas.

Hablar de decrecimiento turístico ya no es tabú cuando el supuesto éxito del turismo se convierte en una amenaza real: la masificación extrema y descontrolada, especialmente por la vía del alquiler turístico por muy prohibido que esté, la inversión extranjera en vivienda, el encarecimiento de todo, la sobrecarga de trabajo para la población asalariada oculta bajo el espejismo del pleno empleo, la expulsión de la población residente de sus barrios y entornos, la conversión del patrimonio histórico y cultural en un simple decorado carente de vida y que cada vez nos pertenece menos.

¿El problema se solventa apostando por un modelo de turismo de lujo, clasista y excluyente? ¿Hay otros modelos posibles? ¿Es cuestión de modelo o el modelo es cuestión de quien lo define y lo impulsa? ¿Quién va a tomar las decisiones y en base a qué intereses? ¿En qué posición se coloca la población residente en su condición de mayoría social? ¿Cuáles son los sectores productivos y de servicios locales con los que establecer alianzas o todo pasa ya, exclusivamente, por el capital especulativo internacional que nos ve como una vaca para ordeñar?