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Hay un fenómeno que los politólogos tienen muy estudiado: el del cansancio del votante. Si se pide a una ciudadana o ciudadano cualquiera que tenga que ir a decidir cada día acabará desentendiéndose del asunto porque para eso se inventó la democracia representativa: se elige a gente para que decida. Lo que no está tan descrito es el cansancio del espectador de votaciones aparentemente decisivas. Es una cosa que no debe ocurrir en muchos lugares pero que en España es agobiante. En una pequeña temporada, un año más o menos se nos han juntado autonómicas, municipales, generales, gallegas, vascas y hoy catalanas. Un estrés. Si se hacen las cuentas, a diecisiete comunidades autónomas, municipales todas de una vez, unas europeas y parlamentarias, salen a veinte elecciones distintas que se repiten cada cuatro años. Cada dos meses y poco si se escalonan de manera perfecta tocaría ir a votar y eso sin repeticiones. Ocurre que la distribución es caprichosa y, de repente tocan empachos que condicionan todo el devenir político. De campaña en campaña se quedan estrechos los tiempos de cierta calma. Desde aquí se postula que es uno de los elementos que sirven de distorsión al sistema. Con tantos nervios por el qué pasará, es complicado que los actores políticos se ocupen de otra cosa o piensen en metas menos inmediatas. Se vislumbra como alternativa la cita definitiva. Todo un día, cada cuatro años y luego a descansar, lo que choca con posibles adelantos. El otro diseño posible sería una distribución perfecta. Cada dos meses, una autonomía, de tal manera que, de aburrido fuera irrelevante para el conjunto. Se comienza a acercar la realidad a lo segundo. ¿Miren que si las catalanas se deciden por un centro de salud arriba o abajo en Palafrugell del que no sabemos nada y de ahí se arrastra el gobierno nacional? Que de rebote, cosas más raras se habrán visto.